Año de claroscuros
Por Carmen Coiro (DyN)

La historia política argentina tiene acostumbrada a la sociedad a vivir casi en permanente sobresalto merced a improvisaciones o bien a impactos de efectos mundiales o a hechos que obligan a vertiginosos giros en los caminos emprendidos; pero pocos años desde la recuperación de la democracia han sido tan contradictorios como el que se está yendo, tan lleno de claroscuros.

Si bien asumió hace más de dos años, en el final de 2005 Néstor Kirchner logró redondear su sentido de construcción de poder. Hoy se sabe quién es y cómo es el presidente, y cuántas contradicciones han cristalizado en una forma de manejar la política similar y diferente de la de sus antecesores.

Kirchner no es el presidente que tuvo que reconstruir las cenizas de la democracia y reavivarlas, como le tocó hacerlo a Raúl Alfonsín; no es el hombre que dio vuelta como un guante la historia del justicialismo para asociarla a la globalización y al neoliberalismo, cambiando drásticamente la historia del país, como lo hizo Carlos Menem.

Tampoco fue el dirigente que llegó a la Casa Rosada para tratar de hacer una síntesis entre el hartazgo por la corrupción y las políticas de exclusión impuestas por Menem y la necesidad de la gente de recuperar la confianza, que cayó como herencia obligada sobre Fernando de la Rúa, quien no pudo hacer honor a ella.

Ni siquiera fue quien tuvo que apagar el incendio de la peor crisis institucional, política, económica y social que piloteó con acierto Eduardo Duhalde.

Sobre Kirchner no recayeron cada uno de esos conflictos históricos, sino que se calzaron sobre sus hombros todos ellos, juntos. Así fue como inició su primera magistratura tanteando, zigzagueando, buscando un estilo propio, con políticas propias, con el ansia de lograr superar a todas las anteriores.

Primero lo hizo con timidez, con pocas herramientas: sólo las que contaba por su experiencia en el gobierno de Santa Cruz y las que le aportaba el duhaldismo, que lo encumbró en el poder.

Después, fue tomando coraje, pero sus caminos fueron bifurcándose. Ensayó en el inicio un remedo de la política de defensa de los Derechos Humanos que históricamente le dio el reconocimiento a Alfonsín y, al mismo tiempo, desde el mismo día de su asunción, encontró en la reivindicación del peronismo de izquierda -aquél despreciado en el final por Juan Perón- otro instrumento para atraer simpatías. Ambos gestos sonaron más a tácticas publicitarias que a políticas de fondo.

Obtuvo su primer gran espaldarazo de la sociedad cuando empujó a una profunda reforma de la Justicia, una de las instituciones más debilitadas por el avasallante poder menemista. Adoptó un discurso económico como el que la mayoría quería escuchar: se recuperaría la autonomía nacional para las decisiones en ese plano; se trabajaría arduamente para revertir la exclusión social, fruto del peor nivel de desempleo que se haya conocido a instancias del mentado "modelo" aplicado por Menem.

Pero, a poco que comenzó a andar, Kirchner dejó al descubierto una de las menos gratas facetas de su estilo: imprimió un nivel de personalismo y de autoritarismo en el campo político que no calza con exactitud en el sistema democrático. Urgido por crear su propia base de sustento, recurrió a todas las armas a mano para generar la idea en la sociedad de que la única opción es él, o el abismo, emulando en parte el discurso que tanto empleó Menem, antes su aliado de oro, hoy uno de sus preferidos blancos de ataque.

Y no es sólo Menem el que cayó desgracia: todos sus otros antecesores, en la visión de Kirchner y su estrechísimo entorno, "son el abismo".

A Alfonsín lo "ninguneó" de entrada; a Menem lo vituperó; a De la Rúa lo despreció y, finalmente, a Duhalde le dio la espalda. Y quedó él solo, rodeado de un puñado de allegados y parientes.

Kirchner enfrentó así su primera prueba electoral. Salió más que airoso de ella, y hoy se siente dueño de un poder agigantado. Desde aquel tímido apoyo de votos, cuando se enfrentó a Menem y logró luego su defección en la segunda vuelta, hoy el presidente goza con tanto triunfo que considera innecesaria cualquier interacción con otra forma de pensamiento que no sea la suya, excluyente.

Así, Kirchner, a su modo, reedita la idea del "pensamiento único" esbozada por Menem. Duro hasta la crueldad con quienes se atreven a disentir, el presidente logró obtener de otros dirigentes adulación, más que aporte de ideas. Allí parece sentirse muy cómodo, más teniendo en cuenta que los votos de la sociedad lo legitimaron.

Varios de sus ministros quedaron en el camino, curiosamente, los que parecían tener mayor autonomía de vuelo. Roberto Lavagna es el ejemplo más acabado de ello, pero entre otros, salió dando un portazo Gustavo Beliz, y Rafael Bielsa se fue, como "un soldado kirchnerista", a ocupar más incómodas posiciones.

Hoy hay una "entente" kirchnerista dispuesta a avanzar sobre todo el poder: Julio de Vido, Cristina Fernández, Alberto Fernández, Carlos Kunkel y un par de dirigentes más, "son" el gobierno, se sienten "la República".

No hubo jamás una silla en el despacho presidencial para dirigentes de la oposición, aquella que justifican la existencia de la democracia. No hubo un espacio para la discusión con empresarios, productores, sindicalistas o eclesiásticos que tienen argumentos diferentes de los suyos. No hubo lugar para el diálogo abierto, audaz, con la prensa seria.

Mezcla de adolescente pícaro y de aspirante a estadista para la historia, Kirchner muestra, como pocos, los claroscuros de una Argentina que está muy bien encaminada económicamente -su máximo logro y el motivo central de su apoyo electoral-, pero que parece ir deteriorando hasta niveles peligrosos la pureza de las instituciones, esa utopía que debe cultivarse día a día para evitar caminos de los que no se regresa.