Una pasión sin límites

"Comprendo que es una línea o una tabla muy fina, pero me gustaría caminar por ella un minuto más...". J.D. Salinger

Hermenegildo Lucero

Nací en Rafaela, porque mi padre estuvo radicado con mi madre por algunos años en esa ciudad. Tenía cuatro años cuando hicimos la mudanza de regreso a Santa Fe. La familia había aumentado, ya que además de Silvia, tres años mayor que yo, llegó nuestra hermana Madreselva, un año y ocho meses menor.

De ese viaje, de esa mudanza en camión, recuerdo que nos detuvimos atraídos por un grupo de treinta o cuarenta pavos que, muy cerca del alambrado, picoteaban en el medio del campo de tierra, ajenos al formidable llamado que ellos, con sólo estar allí, nos convocaban.>

Algunos ñandúes un poco más lejos completan estas imágenes que regresan vividas en la felicidad del poder recordarlas en este escrito, con cierta cautela en mi aspiración por ser preciso y justo, porque en definitiva se trata de emociones suscitadas en la intimidad de aquel niño que fui y tienen que ver con la memoria más remota de mi vida y poder hoy asociarlas con el descubrimiento, la contemplación y la belleza.>

Rafaela es mi principio. La cocina de nuestra casa: el tragaluz en el techo y la inquietud que me producía permanecer solo en ese lugar. El gallinero. Contaba mi madre que yo solía pararme detrás del alambrado a llamar los pollitos: pi-pi, pi-pi. Pipi , el sobrenombre que porto tuvo ese origen.>

La lluvia; el bulevar Lehmann inundado, la pérgola en el cantero central con jazmines y enredaderas. El primer desnudo: unos mecánicos que se duchaban en un baño con luz amarilla, la rural de madera brillante que estacionó el cantor Antonio Torno en la puerta del hotel, las 500 Millas: la pista de tierra rojiza, húmeda y prolija, el ruido de los autos de carrera, la gente, los nombres de Fangio, Gálvez, Blanco, Cataudela...>

Teodora, mi "Tata" era muy joven y se pintaba como una muñeca. Comíamos caramelos que elegía en un pescadito de vidrio, y solíamos también pasear por las tardes de la mano por la vereda. Don Gómez, su padre, mi peluquero, tenía una casa con un patio emparrado, piso de baldosas rojas y en la galería un tanque gigante donde se juntaba agua de lluvia que luego utilizaba en su peluquería. El rociador metálico y las gotitas de agua fría en mi rostro cuando humedecía mi cabello...>

Santa Fe: barrio Sur, calle Amenábar 3226, la casa paterna, precedida por un jardín con muchas flores y árboles frutales, peras, duraznos, naranjas, mandarinas, granadas, higos, limas, nísperos, uvas...>

La escuela Belgrano, el Club de Niños Pintores, la señora Fontanilla de Dorbesan, -mi maestra de sexto grado- que nos llevó a ver al museo Rosa Galisteo de Rodríguez la última muestra de Miguel Taverna Irigoyen, cuyos dibujos fueron determinantes para una decisión que fue ya en mi permanente. Mi madre, que era enfermera, no aceptaba que yo estudiara en la Escuela de Arte: "...con el arte no se gana para vivir...", decía. Por este motivo, resultó que dejé el colegio secundario. Tenía 14 años, me fui de casa bastante lejos, trabajé de cadete en una editorial en la ciudad de Mendoza. El gerente y su señora me tomaron afecto y, preocupados por mi formación, asignaron un lugar de lectura: dos horas todos los días que ellos incluían como si las trabajara en mi función de cadete.>

Años felices

Al cabo de un año y medio, mi madre, por temor, siendo yo tan joven y Mendoza tan distante, decidió autorizarme a concurrir a la Escuela de Arte. Fueron años felices e intensos hasta que, a los 19 años, decidí alejarme del medio plástico para abrevar con un grupo de amigos (todos mayores que yo) en la poesía, en la literatura, la fotografía, el cine... En una palabra un mundo intelectual que despertó en mí una perspectiva distinta donde podía intentar mirar la realidad y tratar de comprenderla desde otro lugar.

Estos amigos siguen estando presentes y aún cuando en aquel principio tuve por momentos, con algunos de ellos, que imponerme y "obligarlos, insatisfecho con el ámbito, a mirarme", tengo hacia todos un agradecimiento permanente por haberlos descubierto y seguir frecuentándolos con afecto y renovado interés.>

A la disciplina de la cerámica le he dedicado, por gusto o por íntima necesidad, la vida. El barro como materia constituye para mí una posibilidad expresiva, sino absoluta, casi sin límites.>

Trabajar, conservar una incontenible ansiedad cada vez que abro la puerta del horno, renueva la "desconfianza" maravillosa de que algo nuevo y necesario para la vida pueda surgir tibio, como un niño recién nacido, en el amor deseado de la madre.>

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