Opinión: OPIN-02 Imagen y apariencia
Por Carlos Catania

De repente, cuando ya había dado por terminada su sexta inspección de sí mismo en relación con los demás, Nietzsche le propinó un golpecito en el hombro y le dijo: "Mientras más te eleves, más pequeño parecerás a los ojos de la envidia. Nadie tan odiado como el que vuela". Como nunca se había elevado a más de un centímetro del suelo, pensó que esas palabras iban dirigidas a otro. Pero ocurrió lo de siempre: una idea arrastra a otra, de modo similar a un sentimiento que se bifurca y extiende hasta cubrir gran parte del universo humano (si es que existe tal universo aplicable a algo humano). De la envidia saltó a la imagen idealizada y a partir de allí discurrió hacia la apariencia. Se detuvo entonces.

Recordemos que el Niño, al igual que Márai, es solitario por naturaleza y suele huir de la gente. Estar con alguien que es víctima de lo superfluo, de los que hablan para llenar un vacío, lo agota, y como es tímido, acepta padecer la neurosis que lo introduce a empujones, felizmente, al recinto de los apestados. La verdad es que sale de tanto en tanto, atornillándose a los ejercicios de la educación y buenos modales como ahora lo imanta la apariencia. Recuerda que Oscar Wilde le había dicho hace tiempo que hay momentos en que es preciso optar entre vivir la propia vida, enteramente, o arrastrar una existencia falsa, superficial y degradante, que el mundo en su hipocresía exige. Así que revisa su segundo cuaderno. Anota.

En sentido profano, la apariencia es el aspecto que ofrece una cosa, a diferencia y aun en oposición a su ser verdadero. Filosóficamente, el término posee connotaciones más complejas: en la mayoría de los casos, dicha palabra alude al aspecto ocultador del verdadero ser, y tiene un sentido análogo al de fenómeno. En este matiz, cabe interpretarla desde varias perspectivas, una de las cuales, paradójicamente, sería la apariencia verdadera, que encubre y a la vez permite descubrir la verdad de un ser. El Niño se permite vulgarizar los términos, aplicándolos a la vida cotidiana de ciertas conductas, entrenamiento más cercano a la psicología que a la filosofía.

A modo de epítome a lo expresado en cuadernos precedentes, le llama poderosamente la atención de la persona que vive de apariencias, dictaminando desde ese estado de conciencia y cometiendo una representación, a menudo furtiva, del mundo que, aparte de falsa, se convierte en un resumidero de idioteces y prejuicios que a su vez derivan en chismes, discriminaciones y apego a banalidades. Bien que la persona en cuestión se considera el ombligo de la existencia, desestima aquello que no se acopla a su entendimiento, aquello que ignora, y le teme a cualquier sencilla verdad que revele lo que realmente es.

Karen Horney (gran amiga del Niño) le había soplado que dicha persona no puede moverse una pulgada, porque el reconocimiento de su inanidad pondría en riesgo la armadura artificial que ha establecido. El Niño deduce que lejos de aceptar que su comportamiento es de naturaleza inferior, tal persona presiona a quienes tiene cerca y, en ocasiones, destruye o altera una vida, por exigir a otro una "excelencia" que ella misma no posee. Flotando en sus vapores desconoce esa humildad que, por lo general, es inherente a la grandeza. Aquello que la supera es rechazado de un manotazo y lo etiqueta como "pretencioso" (sic.). A esta actitud, un conocido tango le estampa en su núcleo vital la marca de la real soberbia: "Todo es igual, nada es mejor".

En otro cuaderno se ventilaban algunas ansiedades que corroen a la persona en cuestión y acentuaba el hecho de que su pose de indiferencia, intenta disimular su enfermedad, que consiste en vivir pendiente de la opinión que suscita en los demás. El Niño reconoce actuar también con esa dosis letal de hipocresía (tan típica de una gran porción de políticos), cómodamente instalada en el corazón de la sociedad. Mientras ordena su testamento, advierte que la caracterización del "tipo humano" en observación, sería gratuita, de no mediar un detalle: su injerencia de tábano en otras vidas, lo que provoca errores, malentendidos, contradicciones y una pronunciada inclinación hacia intereses bastardos.

Se pregunta asimismo: ¿cómo un ser tan indigente tiene capacidad para influir en los demás? La respuesta es sencilla: opera sobre seres cercanos que le "deben" respeto y obediencia, lo que produce sentimientos forzados, ya que reviste con pátinas azucaradas los odios reprimidos de sus sacrificados.

Cuidado, el Niño se vigila. Rochefoucauld le ha recordado que la aversión a la mentira es a menudo una imperceptible ambición de dar importancia a nuestra palabra y suscitar hacia ella un respeto religioso. La diligencia de creer en el mal sin haberlo examinado suficientemente es un efecto del orgullo y de la pereza. Se quiere encontrar culpables, y no se quiere uno molestar en examinar los crímenes. Acto seguido, el Niño cierra su cuaderno y se dirige a la pequeña ventana de su buhardilla, donde descansan los juguetes, y pasea sus ojos por la inmensidad del campo. El crepúsculo acecha. Evoca lo que dijo aquel escritor de la provincia cercana: "El hombre debe ser como el sol, que en el ocaso se agrande", y permanece inmóvil, sintiéndose muy pequeño, hasta que el día se acaba.

Fragmento de "Testamento del Niño"