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análisis

República perdida, república encontrada

Mario Andino (*)

La democracia no es un concepto que deba limitarse al sentido estricto de “gobierno del pueblo”, entendido directamente como “gobierno de las mayorías”. Es eso y bastante más.

Es una síntesis histórica de valores expresados en conductas y preservados en instituciones: la república con poder tripartito cuyos entes guardan suficiente autonomía para el mutuo control, la representación de la sociedad en el poder, la electividad y periodicidad en los cargos, la responsabilidad y publicidad de los actos de gobierno, la ciudadanía resguardada en sus derechos políticos, civiles y sociales; responsable en sus deberes, dispuesta al respeto de la norma, que expresa la convivencia entre sectores e intereses.

Construir democracia es entonces construir ciudadanía, o dicho en forma inversa, es imprescindible una ciudadanía con plena conciencia y respeto de sus derechos y deberes, para aspirar a una democracia sólida. Pero este “modo de vida” cívico requiere de una sociedad sin desequilibrios sociales profundos, donde los ciudadanos puedan adquirir su plenitud desde la solución de sus necesidades básicas, para evitar la manipulación clientelar, para demandar por las vías adecuadas o corregir el rumbo político mediante el recurso de las urnas.

Lo que hemos logrado como sociedad en estos años no es poco, si valoramos la construcción democrática en medio de un país endeudado y con resabios de violencia ideológica. Hay recambios gubernamentales que, más allá de las conmociones provocadas por estallidos de crisis económicas, marcan una continuidad institucional y un gradual reconocimiento de nuevos derechos.

Pero hay un saldo negativo, por lo que a muchos nos parece que la república sigue “un poco perdida”: la falta de políticas sociales de auténtica promoción, la eternización del subsidio estatal que invita a la pasividad y la manipulación, la violación de normas para favorecer a grupos privilegiados, la corrupción denunciada y silenciada en casi todos los gobiernos, la construcción de un presidencialismo centralizante que devora al federalismo, la falta de verdaderas políticas de estado que reemplacen las soluciones espasmódicas, de corto alcance, y con fines electoralistas o de caja (pública o privada).

Algo más, y quizás lindando con un pesimismo exagerado que no excluye la responsabilidad del conjunto de la sociedad, si suponemos que las dirigencias en el poder de algún modo nos expresan: la sensación de que toda palabra dicha desde algún lugar del poder, sólo es un enunciado vacío para conmover auditorios y no para fundar una conducta coherente; la intuición de que palabra y acción van por caminos diferentes, que hay más actuación que convicción, más simulación que sinceridad, más interés en la suerte personal que en la ciudadanía; algo que nos aproxima peligrosamente al cinismo, en la medida que todos actores y espectadores- parecen aceptar la comedia montada sobre el escenario.

(*) Historiador