Misa final en traje de novia

Misa final en traje de novia Misa final en traje de novia

“Venus y Cupido”, de Lorenzo Lotto.

Por Marosa di Giorgio

Parecía que era hermoso ir a casarse. La cola blanca la seguía como un arroyuelo.

El altar flotaba en el aire. Y lo custodiaban gatos monteses con ágatas en el cuero.

Todos los abrazaban. A ella dieron un ramo de nieve.

Tal vez, a la vuelta, todos los amigos contasen a ella misma el casamiento de ella. Y parecería una versión distinta. Ella ahora de nada parecía darse cuenta.

Subieron al carruaje. La blanca cola era más larga que el mismo carruaje y los perseguía desde los aires.

Al principio, el marido iba quieto. Huían las arboledas bajo las sombras, bajo la luna, unas eran negras, y otras, de colores. Como si la luna sólo a algunas iluminara. Y esto ¿por qué?

El marido, después de muchos árboles, mientras guiaba, utilizó una mano para palparla. Bajo el satín del traje, le alcanzó los pechos, puros, blancos y oscuros, atrás del satín, como cucuruchos de almendra y maní. Hasta detuvo el coche. Para tocar mejor, satín por medio, a ver si ellos vibraban, decían Ah.

Ella se apabulló, luego, tremó; dijo Dios mío, Dios mío, Dios mío, en su interior.

Hasta que un “Dios mío” se escribió en el aire.

Oyó el Ángel de la Guarda y se presentó enseguida.

El coche proseguía.

Sí. Era el Ángel de la Guarda. Lo había visto bien en la estampa que su madre con tanto cuidado guardaba en una caja adentro del ropero.

Era aquél. Era ese mismo. Debajo de la estampa se leía con letras de oro: Ángel de la Guarda. Sí. Era éste. Sí. Era aquél.

Ahora iban tres en ese viaje. El Ángel viajaba con ellos. El marido no sabía. Ella sí lo veía.

Dijo al del cielo: —Sálveme. Sálveme.

El Ángel parecía ir parado sobre una rueda. Cómo? si la rueda giraba tanto! el ángel seguía parado.

—Sálveme. De este casamiento... y de otros posibles. Sálveme.

El marido está sorprendido de haberse quedado inmóvil de no buscar más aquellos montículos que sin embargo ya le pertenecían. Hizo un esfuerzo y tendió de nuevo la mano.

—Sálveme.

Pero la retiró. Y así pasaron más árboles.

Hasta que apareció la Casa de la Felicidad. Se vio bien grande. Los portones se entreabrían ya.

Descendió el marido. Ella descendió.

—Sálveme.

Contestó el Ángel: —Sí, aniquilaré al marido.

Ella tembló.

—Y lo reemplazaré yo.

Ella tembló más.

—Ya lo aniquilé, y ya.

Todo quedó oscuro y quedó diferente. Y todo se alumbró.

Ella miró.

Vio la figura alta, vaporosa, que había venido en la rueda (y que parecía su propia cola de novia), el rostro, los ojos de miosotis del cielo, pero ardientes, y la rosada lengua que ya le hacía una pavorosa señal.

“Camino de las pedrerías”

9

El lagarto viejo estaba posado y mimetizado, a lo largo de un tronco de eucalipto que había caído con el viento.

Su físico no estaba ya muy íntegro; tenía huecos, había perdido algunas piezas. Mas la boca aún era buena, y la cola, y las piernas, con las que intentó y logró hacer unos movimientos obscenos.

Antaño a algunos había dado envidia. Le llamaban el Lascivo y el Vicioso. Se sabía de su ventura y aventuras con varias mujeres, no sólo lagartas, mujeres de verdad también. Y con algunos hombres, esos mocetones serviles que bajaban del cerro y parecían no tener rostro, sólo sexo.

Y algo pasó, cómo no, hasta con el anciano aquel que cuidó antaño los jardines. Sí. Sí. Cómo no. Todos buscaron al lagarto. Lo llamaban el Lagarto de Siempre. Y lo llamaban también el Lagarto de Todos. Sobre él hablaban en voz baja medio avergonzados.

Pero, ahora...

Ejercitó de nuevo, las patas. Y otra cosa. Dio un raro gritito para auspiciarse.

En ese instante, abría la puerta de la casa, señora Sigourney. Esta señora, ¿tendría ocho años? ¿O a lo sumo, dieciséis? Y era seguro que estaba soltera.

¡Qué palabra extraña ésa!: Sigourney.

Parecía de planta. Había aprendido a pronunciarla adentro de su paladar ríspido.

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“Diana y Cupido”, de Pompeo Batoni.

Sigourney vestía un ropón verde con caperuza, hechos por la madre misma; y en la mano apretaba un ramito rojo o una muñeca diminuta, pero al ver que era primavera se despojó de todo y se acostó en el suelo, desató el cendal último, cortó unos tallos de un margarito que crecía por ahí y se acarició con ellos la piel y el sexo, sólo para que se le erizasen.

Y quedó con los ojos celestes, fijos.

El lagarto miraba encapotado, travieso, los párpados con espinas y verrugas gruesas.

¡Siempre la había codiciado, siempre!

Probó. Tal vez, sí.

Por dentro se volvió una centella.

Luego, se apagó.

Y volvió a encocorarse. Se dijo: Ésta, ¿qué espera? Hace tiempo vinieron por aquí, las otras de su edad. Vinieron con varones. A disfrutar. ¡Lo que yo vi! Entre esos troncos yo las vi y las veo. ¿Y ésta siempre sola? ¿Siempre, así?

Voy yo, dijo, soy yo. El que va.

Y dio un salto torpe y diestro. Ella lanzó un pequeño grito. Él le puso el rostro, prehistórico, seco, entre los pechos. Y con la lengua le usaba los pezones. Hubiera querido tener dos lenguas. De alambre fino para surcarlos por dentro y los dos a la vez. La usó entre las piernas también. Recordó toda su práctica. Ella dio un leve lloro como si recién hubiera nacido. Por un rato manó la sangre, casi azul, casi apabullante, casi mística. Nunca había dado con una cosa así, nunca ¡oh! Tuvo un poco de miedo. Hasta paró un instante. Con los ojos nublados, vidriosos, por el placer y el miedo. Y volvió a ser cínico.

Él no sabía si ya estaba muerta o aún vivía. Pero no perdió tiempo y hozó diestramente otras zonas prohibidas de ella. No dejó nada para otra vez.

Y la abandonó sin mirarla.

Le dio las espaldas.

No la podía ver ya.

Pensó: ¿Tendría que casarme con ella, ahora? Porque en lo hondo, a pesar de todo y todo, era tradicional, de pensamiento antiguo.

Mas resolvió que no. No, no, ya no. ¿Para qué?

Se alejó como pudo, en medio de los troncos. Corrió un poco, daba unas corridas lentas, inútiles, con sus cortas piernas aún temblorosas por lo obtenido. Una, por eso, parecía que le había quedado floja. No la podía sujetar. Le latía un nervio. El pensamiento fijo en lo único que le importaba. Ya no podría irse muy lejos. Y con seguridad vendrían a buscarlo y a liquidar. Ese habría sido su último desliz, pues, la última ocasión de pecar.

Le dio tristeza y rabia. Y volvió. Allá.

Sigourney ya había resucitado. Lo miraba, echada de espaldas, sonriendo. Él preguntó: —Entonces, ¿voy de nuevo?

Ella contestó: —Sí, antes de que sea tarde o nos vea mamá.

Los relatos eróticos de Marosa di Giorgio

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“Venus”, de Cornelisz Van Haarlem.

“El Gran Ratón Dorado, el Gran Ratón de lilas”, que acaba de publicar El Cuenco de Plata, reúne en un solo volumen todos los relatos eróticos de Marosa di Giorgio, agrupados en: “Misales”, “Camino de las pedrerías”, “Lumínile” y “Rosa Mística”. “La diferencia entre pornografía y erotismo es abismal, sin desdeñar ningún género”, sentenciaba Marosa di Giorgio. Y en estos relatos esa abismal diferencia estriba en la poesía estremecedora que cubre los sucesos y la expresión formal, en un panteísmo realmente innovador en las letras de nuestro tiempo, en una sensualidad donde los cuentos de hadas, las hagiografías y los bestiarios se incorporan a un misticismo visionario. Cuentos donde a la materia -la carne propiamente dicha- pertenece el máximo poder y don, el excelso poder y don de explorar, explotar y generar cosmos, que suelen materializarse en extraños huevos que a cada paso deponen las damas de estas aventuras excepcionales.