ANOTACIONES AL MARGEN

“Rodia” y la pobreza

Estanislao Giménez Corte

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“El cabo de la vela estaba por consumirse en el torcido candelero y daba una luz mortecina a la miserable habitación donde un asesino y una prostituta habían leído el Libro Eterno”.

F. Dostoievski, en “Crimen y castigo”

I

Tradicionalmente, los estudios críticos sobre “Crimen y castigo” (1866) han elogiado la maestría de Dostoievski para sumergirse en la vinculación asesinato-culpa. En la extensa obra del genio ruso se advierte, dicen críticos y académicos, por primera vez o de forma inmejorable, cómo la repercusión de los actos del personaje central (Rodia Raskolnikov) van derruyendo su propia psique, tan atribulada y enferma que, justamente, ésta lo termina condenando ante la impericia de las fuerzas del orden para resolver el caso. El dilema intestino se impone, así, a la fuerza de los acontecimientos exteriores. El giro “psicológico” de la obra tendrá enormes repercusiones a futuro. No hay pruebas contra Raskolnikov, pero en los extraordinarios diálogos con Petrovitch, por ejemplo, su propia paranoia y el talento oratorio del comisario lo ponen en el lugar del culpable, aunque más no sea por omisión. La vergüenza me impide disentir con esos juicios de los estudios literarios. Pero voy a permitirme una apostilla que quizás ha pasado, en algunos casos, desapercibida. Con brutalidad, podría expresarla así: “Crimen y castigo” es, esencialmente, un libro sobre la pobreza.

II

La descripción de terribles atmósferas opresivas, en una ciudad en la que todo es mugre, frío y hambre (San Petersburgo), y los problemas de todos los personajes para forjarse una vida decente, van dando a la novela una naturaleza de pesadilla en la vigilia, que no puede sino desembocar en el caos, en el conflicto, en la muerte. Raskolnikov, como todo espíritu sensible, quiere rebelarse, salirse de eso, protestar, luchar contra la anomia y la atrocidad, pero, como todo espíritu sensible, no sabe cómo. Sólo puede diagnosticar lo que sucede. La ejecución de sus actos, en respuesta a su lamentable vida, lo llevarán a Siberia. En su delirio, el joven estudiante cambia su personalidad, desafía a todos pero después les teme, plantea la “existencia de un derecho moral a matar” y, en palabras a Sonia, dice, para ella y para sí: “Tú también has cruzado la línea, has atentado contra tí, has destruido tu propia vida”.

Raskolnikov no se hace del botín y se entrega, porque la muerte que él urde no responde siquiera a su atroz estado de indefensión y de miseria, sino a una serie de elucubraciones profundísimas, emocionales; a una aversión a lo que lo rodea; a una teoría enferma sobre los hombres; a una conciencia de lo que sucede que, como en otros casos, no puede no terminar de formas trágicas para la fibra del que siente profundamente las cosas y las palabras. En la primera parte, hay un diálogo de Raskolnikov con la encargada de su departamento que, si no revelador, es al menos sugerente.

“-¿Qué es lo que haces?

-Un trabajo

-¿Qué trabajo?

-Pienso, dijo el joven seriamente, tras un silencio”.