La muerte de Ralf Dharendorf

Rogelio Alaniz

Murió un hombre sabio, un gran hombre. Se llamaba Ralf Dharendorf. En la Argentina no era tan conocido como Fernando Peña, pero en los tiempos que corren es muy probable que también en Alemania o Inglaterra los personajes de sus respectivas farándulas hayan sido más importantes que él. No es para alarmarse. El mundo es así. En la Grecia de Pericles, un corredor o un lanzador de discos era más famoso que un filósofo. Dos mil años después, a los filósofos griegos los seguimos leyendo y nos seguimos asombrando de su clarividencia, mientras que ignoramos quiénes eran los corredores más veloces y más musculosos de las célebres Olimpíadas. Aliento la atrevida esperanza, por lo tanto, de que en el año 3000 los nombres de Borges, Weber, Freud o Dharendorf, por citar sólo algunos, sean más populares que los de Maradona, Tinelli o Ricky Martin.

Conocí los libros de Dharendorf gracias a mi amigo Alberto Tur. Él me habló por primera vez de un sociólogo alemán de filiación liberal que desarrollaba una singular teoría del conflicto social. Alberto tenía esas cosas. Respetaba la inteligencia y el talento más allá de las disidencias que esos autores le pudieran suscitar.

Lo cierto es que a partir de esa singular presentación me transformé en un devoto de sus libros. Cuando cayó el Muro de Berlín, en 1989, publicó “Reflexiones sobre la revolución en Europa”. El libro sugiere un paralelismo con el célebre texto de Edmund Burke acerca de la Revolución Francesa. La “Carta enviada a un caballero francés” se transforma en Dahrendorf en la “Carta pensada para un caballero de Varsovia”. Es, en principio, un juego de palabras, pero es también algo más que un juego de palabras.

Sin exagerar, digo que lo releo al menos una vez al año. Es un placer hacerlo porque está muy bien escrito. Ocurre que Dahrendorf, además de un pensador extraordinario, fue un escritor exquisito, uno de esos escritores que parecen disfrutar con las palabras y las ideas, uno de esos grandes pensadores clásicos que fusionan sin mayores esfuerzos, casi como si se tratara de un acto espontáneo, la ética con la estética.

En marzo de este año, en una librería de Madrid que frecuentamos con Marisa cada vez que viajamos a esa ciudad, encontré un libro suyo. Se llama “La libertad a prueba”. Lo encontré de casualidad, pero lo que tienen de bueno las grandes librerías es que uno tiene la oportunidad de encontrarse por casualidad con libros maravillosos. De más está decir que lo compré en el acto y lo fui leyendo mientras paseábamos por París, Praga, Brujas y Barcelona. Fue una excelente compañía intelectual. Yo no sabía que estaba leyendo su último libro. Hoy lo sé y lamento que su muerte me prive de seguir disfrutando de su escritura.

Dahrendorf fue el liberal que me reconcilió con el liberalismo, del que había tomado distancia en algún momento. Gracias a sus escritos, me familiaricé luego con el pensamiento de Isaiah Berlin y Karl Popper, dos autores que miraba con desconfianza porque suponía cuando no- que eran de derecha, y ser de derecha en ciertos ambientes era peor que simpatizar con el demonio en una reunión religiosa.

A través de Dahrendorf me reencontré con mi gran maestro intelectual de los últimos treinta años Raymond Aron. Precisamente en “La libertad a prueba” él se pregunta por qué estos intelectuales (Popper, Berlin y Aron) resistieron en el siglo veinte la tentación totalitaria y nunca cedieron a los cantos de sirena del fascismo y del comunismo.

Sus respuestas son interesantísimas. Allí habla de otro personaje que alguna vez leí, allá lejos y hace tiempo. Me refiero a Erasmo, recuperado como un inquietante precursor de las virtudes liberales. Dahrendorf tenía el increíble talento de transitar por el pasado, el presente y el futuro con la gracia de un artista.

Su defensa de la sociedad abierta fue sincera y audaz. Discípulo de Hayek, discrepaba con él porque consideraba que al Estado le correspondían algunas funciones que limitasen la lógica ciega del mercado. Sus juicios eran iluminadores y, como siempre, estaban bellamente escritos. “Hayek es Hegel sin historia o Fukuyama es Hayek puesto en movimiento histórico”. ¿Qué tal?

Su adhesión al capitalismo no le impedía desconocer sus límites históricos. Más que un capitalista o un burgués, Dahrendorf era un humanista, uno de esos extraños, cautivantes y encantadores personajes que, sin dejar de asumir los riesgos de la historia, se resisten a ser encuadrados en ideologías oficiales o en relatos canonizados.

Liberal y anticomunista convencido, nunca creyó que la superación del comunismo fuera el retorno a otro sistema. “El camino de la libertad no es el camino que lleva de un sistema al otro escribe-, sino el que conduce hacia los espacios abiertos de infinitos futuros posibles”.

Para que no quedaran dudas acerca de su pensamiento, escribe luego: “La batalla de los sistemas es una aberración no liberal. Para concretar la idea con el máximo rigor, podemos decir que si el capitalismo es un sistema debe ser combatido con la misma intensidad con que fue combatido el comunismo”. Y concluye: “Todos los sistemas significan servidumbre, incluso el sistema “natural’ de “una total primacía del mercado’ en el cual nadie intenta hacer otra cosa que seguir las reglas de juego descubiertas por una misteriosa secta de consejeros económicos”.

Un escritor, un pensador, vale por los horizontes que es capaz de abrirnos, por los estímulos que sus escritos provocan en nuestra inteligencia. Gracias a Dahrendorf, descubrí la llamada “historia en tiempo presente” y a uno de sus principales oráculos, el historiador y periodista Timothy Garton Ash. Lo cita en todos sus libros. Esta sociedad entre el sociólogo y el periodista, entre el pensador y el hombre de acción, entre el oráculo y el testigo me resultó asombrosa y estimulante. Todo en Dahrendorf era asombroso y estimulante. Una lastima, una verdadera lástima, que la muerte se lo haya llevado. Para un siglo que se inicia con las peores acechanzas y los presagios más sombríos, su inteligencia era necesaria y, en algún punto, indispensable.

La muerte de Ralf Dharendorf

Ilustración: Lucas Cejas