San Martín: aquí, ahora

Enrique José Milani

Sé que por estos días me recordaréis como el Padre de la Patria, y he querido estar presente entre mis compatriotas. Loado sea Dios y su Ssma. Madre, venerada por nuestros ejércitos bajo la advocación de Virgen de las Mercedes, Generala del Ejército Argentino, y de Ntra. Sra. del Carmen, Patrona y Generala del Ejército de los Andes, quienes me concedieron gracia tan singular. Os agradezco los homenajes que me estáis tributando. Nunca olvidéis a vuestros próceres y tratad de imitar sus virtudes -que seguramente las tuvieron-; pero dejad de lado sus debilidades y defectos que sin duda padecieron porque fueron hombres... Estando en el exilio, y luego de haberlo meditado mucho, llegué a la conclusión de que la espada sola -me llamaron el Santo de la Espada- no basta para hacer felices y seguros a los pueblos, sino que debe reinar en ellos una alta moral religiosa y cívica; deben ser probos, sanos de mente y de alma, estudiosos, solidarios, honestos, trabajadores abnegados, cristianos no sólo de palabra, sino de hechos; devotos del Señor y de su madre la Virgen, la que me acompañó en todas mis campañas militares, en mi vida privada y pública, y siempre que recurrí a Ella, como aquella vez cuando, estando en Cádiz en 1808, el pueblo asesinó al Gral. Solano y se propuso asesinarme también a mí -su edecán-, yo me escabullí entre el gentío y me guarecí en un nicho público dedicado a Ntra. Señora. Ella me salvó, porque pasó un sacerdote y desarmó a mis perseguidores diciéndoles: “Lejos de vosotros querer dañar a quien se ha cobijado al patrocinio de la Madre de Dios”.

Nunca se apartaron de mí las obligaciones cristianas, las prácticas de piedad y la instrucción religiosa de mis soldados. Les cuento que en los cuarteles o campamentos: “Después de la lista de diana, se rezaban las oraciones de la mañana, y el rosario todas las noches en las cuadras, por compañías, dirigido por el sargento de la semana. A estas prácticas diarias se añadían las del domingo o día festivo. El Regimiento formado con sus oficiales asistía al Santo Sacrificio de la Misa, que decía el capellán del Regimiento. Tampoco se descuidaba la instrucción religiosa. El capellán tenía la obligación de predicar para el Regimiento en ciertos días del año... Aparte, dispuse que todo aquel que insultare el santo nombre de Dios o de su adorable Madre o de la religión, por primera vez sufriría cuatro horas de mordaza, atado a un palo por ocho días; y por segunda vez sería atravesada su lengua con un hierro ardiente y alejado del Regimiento...”.

Por eso no entiendo cómo puede haber escritores que se dicen historiadores que hayan falsificado la verdad y me quieran hacer aparecer sólo como un buen hombre o un buen soldado, y me calumnien diciendo que “mi sentimiento religioso era el de un cristiano librepensador, deísta convencido y resignado, y que sólo veía en la Iglesia un instrumento para la disciplina social”, y hasta llegaron a tildarme de “hereje y masón”. ¿Les parece a ustedes que un hombre público como fui yo y que dispuse las cosas que ya les conté respecto de la religión podía ser uno de esos cuyo objetivo primordial era combatir al catolicismo y que han sido explícita y absolutamente condenados por los romanos pontífices a partir de 1884?

También me echan en cara que no recibí los santos sacramentos antes de morir, que prohibí se me hiciera ningún género de funeral y que dispuse se me condujera al cementerio sin ningún género de acompañamiento, etcétera, etcétera. Rechazo por falso lo de hereje y masón y, en cuanto a lo demás, ustedes merecen aclaración: no recibí los sacramentos porque mi muerte acaeció en forma repentina e inesperada; expiré casi sin agonía; pero les aseguro que estaba preparado para morir cristianamente. Esto lo dejé escrito en carta a un amigo, el 30 de septiembre de 1823: “... estoy dedicado -le decía- a prepararme a bien morir... como buen cristiano”. En lo que respecta a los funerales, ustedes conocen que siempre fui enemigo de todo boato y ostentación; fui austero, esquivo a todo halago y reconocimiento. Mis familiares interpretaron este deseo mío, pero no me privaron de los servicios religiosos: el carro fúnebre se detuvo en la iglesia de San Nicolás y fue oficiada la misa de cuerpo presente; luego, el acompañamiento continuó hasta la Catedral de Ntra. Sra. de Boulogne y allí, en una de las capillas, me depositaron hasta que mi corazón -como lo pedí en mi testamento- descansara en Buenos Aires, lo que ocurrió el 28 de mayo de 1880.

El tiempo se ha cumplido. Debo retornar ante el trono de Dios; pero antes quiero dejaros algunos consejos que escribí una vez para mi querida hija Merceditas. Hélos aquí. Humanizad el carácter y hacedlo sensible, aun con los insectos que nos perjudican. Amad la verdad y odiad mucho la mentira. Cultivad la confianza y la amistad, pero uniendo el respeto. Mostraos caritativos con los pobres y respetad la propiedad ajena. Acostumbraos a guardar un secreto. Respetad todas las religiones respetables. Tened dulzura hacia los pobres y los viejos. Hablad poco y preciso, y acostumbraos a estar formal en la mesa. Amad mucho el aseo y despreciad el lujo.

Ahora sí me despido. Adiós mis amigos argentinos; gracias por los homenajes y que el Dueño de todo poder bendiga a nuestra querida Patria y la asista en todo y la lleve a feliz puerto. Adiós.

(Fuentes: Bruno, Cayetano SDB “Creo en la vida eterna - El ocaso cristiano de los próceres”. Didascalia. Rosario. “La Virgen Generala”. Bs. As.).

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Retrato al óleo del General San Martín, de Fidel Roig Matons.