ANOTACIONES AL MARGEN

La niña que incomoda

Estanislao Giménez Corte

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En el vaivén entre la inconsciencia de la infancia y el brutal despertar a las cosas y al mundo, en un vaivén de dibujos simples pero de extraordinaria capacidad para la caracterización gestual, una nena cabezona, asimétrica, cuasi enana, camina y mira, desde su pequeña gran perplejidad, de abajo hacia arriba, con candor por momentos; en otros con acidez; con desesperación siempre, todo a su alrededor.

Ese alrededor hiede, apesta, le duele; es incomprensible, es bárbaro, es atroz; y la atraviesa con impiedad. Ella no sabe que sabe eso, o lo sabe como lo saben los niños, por brusca intuición, en súbitas epifanías, a costa de instantáneas revelaciones, tan pronto a sus años, que son seis. El mundo, el mundo de los adultos, mira la nena. Pero (lo) mira para cuestionar(lo), para protestar, para resistirse al statu quo; para no aceptar las cosas que mira, para rebelárseles con estiletazos en forma de preguntas o de reflexiones.

Mafalda, la genialidad que Quino dejó de publicar hace al menos 35 años, ostenta una impertérrita actualidad y, acaso con trocar unos pocos nombres por otros Vietnam por Irak; Beatles por ¿quién?; Nixon por Bush, etcaétera- puede leerse como concebida ayer mismo. Destila actualidad porque su autor supo, desde la actualidad, plantear los grandes temas universales, las grandes preguntas sin respuestas.

Todo se integra en Mafalda, como un sincronismo perfecto. Texto y dibujo se hallan en armónico sentido y cada cuadro, en el vaivén entre el humor de infantes y la ácida crítica social, entre el chiste y el gag (un gesto, una mirada, un trazo debajo de los ojos del personaje), entre el silencio y el remate perfecto, entre el epílogo sutil y la radiografía de la clase media argentina, se sucede para ser lo que es: una tira inoxidable en la que su autor, que luego profundizaría algo que podemos llamar humorismo o humor existencial, en páginas terribles- ha forjado una obra reflexiva, crítica, divertida, corrosiva, rebelde, desencantada, que usó como género, o como formato, o como mecanismo, a esos cuatro o cinco cuadros construidos de izquierda a derecha, para contar otras cosas: para contar cómo una nena sensible mira con expectación el mundo, como esperando explicaciones que no han de llegar; para contar el absurdo al que nos hemos acostumbrado frente a la “normalidad”; para contar los personajes, las situaciones, la riqueza inmensa que puede hallar una pluma sensible en una familia tipo de clase media argentina. Todo está allí, parecería decir Quino.

Una suerte de máxima latina reza que “no hay nada nuevo bajo el sol”; alguna vez la usó Joe Cocker para referirse al panorama de la industria de la música después de Los Beatles (1970). ¿Y después de Mafalda?: con excepciones (una podría ser Maitena), tampoco; más bien, se repite una caterva de autores más o menos jóvenes que indirectamente copian, o citan, o imitan, o reproducen, o plagian, o reversionan, más o menos desvergonzadamente, más o menos alevosamente, lo que el talento sin parangón de Quino dejó de hacer hace tanto.