El último hombre

Por Raúl Fedele

“La Costa de los Mosquitos”, de Paul Theroux. Traducción de Manuel Sáenz de Heredia. Punto de Lectura, Madrid, 2008.

La familia Fox depende del genio y de la voluntad del padre de familia, Allie, un casi superdotado inventor, ocurrente e hiperconsciente de la decadencia y autodestrucción que el consumismo ha provocado en su país, los Estados Unidos. Pero estas capacidades están en él sujetas o entremezcladas con dosis enormes de delirios e intolerancia. Se autotitula más de una vez “el último hombre” y avizora una guerra a punto de explotar y “cuando llegue seré el primero al que maten. Siempre matan a los listos primero... los que temen que se la den. Después, sin nadie que les detenga, se harán pedazos unos a otros. Convertirán este hermoso país en un agujero”. Con la misma enferma fantasía idealiza países primitivos o no desarrollados. Hablando de los pobres peones golondrinas inmigrantes que recogen espárragos en los Estados Unidos, dice: “Vienen del lugar más seguro de la Tierra... Centroamérica. ¿Sabes lo que tienen allí? Energía geotérmica. Todo el fluido que necesitan está a cinco mil pies bajo tierra. Es el ombligo de la Tierra. ¿Por qué se vienen aquí?”. Consecuente con esa idea, arrastra a su familia a la jungla hondureña, donde terminarán hundiéndose en el infierno.

Allie Fox es un personaje extraordinario, un cómico genio enloquecido por la rebeldía ante la insensatez de una civilización enferma. En sus mejores momentos recuerda a ese otro loco rebelde antológico de la literatura estadounidense contemporánea: el Ignatius Reilly de “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole, mientras la voz de Charlie (el hijo que narra la historia) y los sucesos se asientan sobre esa gran tradición de la literatura norteamericana costumbrista, de Mark Twain a Erskine Caldwell y al Faulkner de “Los rateros”.

Pero el propósito que guía a Theroux es político, y en última instancia alegórico (no en vano se cita en un momento a “El Señor de las Moscas”, la célebre novela del inglés William Golding), y para llegar a esa línea de acción inclina el desenlace hacia la tragedia, lo que le impide mantener la tensión en el difícil y exitoso equilibrio que había sostenido hasta entonces. La farsa crítica se convierte en tragedia, y “La Costa de los Mosquitos” al final no alcanza, a pesar del dramatismo y crudeza de los últimos capítulos la fuerza seductora de las primeras tres cuartas partes del libro, cuando el equilibrio entre locura y sensatez, comicidad y drama, luz y oscuridad se mantiene magistralmente en pie.

Algunos críticos, apuntando sólo al contenido dramático de la novela, apelaron a compararla con “El Corazón de las Tinieblas” o “Robinson Crusoe”, una operación reductiva; quizás, para tal acento “mensajístico”, sería más atinente recurrir a obras del trascendentalismo e individualismo de los orígenes de la democracia estadounidense, al “Walden” de Thoreau, sobre todo, aunque en la novela de Theroux sean valores revertidos a un espacio negativo de locura.

En 1986, la novela conoció una regular adaptación cinematográfica de Peter Weir, que eligió privilegiar la visión signada por el desenlace.

Entre los otros libros (casi todos de viajes) de Paul Theroux se destaca “El viaje expreso de la Patagonia”, en el que cuenta un periplo (en la década del ‘70) en tren, desde Boston a nuestra Patagonia. La Argentina de entonces no le despierta simpatía, ni siquiera un encuentro con Jorge Luis Borges. A fines de los ‘90 publicó un libro de memorias (o de diatribas) en el que buscaba ajustar cuentas con el Premio Nobel de Literatura 2001, Vidadhar Surajprasad Naipaul, contando su amistad (y, sobre todo, la ruptura de la amistad) con el autor de “El regreso de Eva Perón” (*)

(*) La ocasión nos tienta a recordar lo que Naipaul, nacido en Trinidad, hijo de inmigrantes de la India, contó en una entrevista al recibir su premio en Estocolmo (2001): “Hace unos 30 años visité la Argentina. Era la época de la guerrilla. La gente esperaba que el viejo dictador Juan Domingo Perón volviera del exilio. El país estaba lleno de odio. Los peronistas aguardaban el retorno del líder para cobrarse viejas cuentas. Uno de ellos me dijo: “Hay una tortura buena y otra mala. La buena tortura es la que se le aplica a los enemigos del pueblo; la mala es la que los enemigos del pueblo le aplican a uno’. Los antiperonistas decían lo mismo. No pude asistir a ningún debate verdadero, sólo había pasión y jerga política, una jerga mayormente importada de Europa. La jerga transforma la realidad en abstracción y, donde ella se impone, la gente se queda sin causas y entonces sólo existen enemigos. Todavía hoy las pasiones prevalecen en la Argentina, aniquilando toda razón y estropeando la vida de las personas, sin que ninguna solución aparezca a la vista”.

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