Presencia del otro lado

Arturo Lomello

Los hombres hemos terminado por transformar nuestras vidas en un inacabable monólogo. Al no prestar atención más que a nuestra voz hemos sumido al otro lado de la realidad en un agobiante vacío. Y entonces concluimos por creer que del otro lado no hay nada, sin comprender que nuestra existencia se agota en la unilateralidad.

Todo es diálogo: el día dialoga con la noche; la tierra con el cielo; el hombre con la mujer, etc. Y éstos son datos que nos ofrece la propia realidad, no invenciones nuestras.

Sabido es que un continuo monólogo nos lleva al delirio, es síntoma de locura, de esterilidad. Nada se crea si no es mediante el diálogo. El propio Dios ha creado y crea el universo por la necesidad de tener un interlocutor. Por eso, el silencio que nos recibe del otro lado sólo es aparente. Bastaría con que desandáramos el hábito del monólogo para que comenzaran a aparecer los signos de la infinita presencia ahora sepultados para las estructuras mentales que nos condicionan. Es lo que tratan de hacer los auténticos artistas: de ese otro lado nos hablan las obras poéticas, musicales, plásticas trascendentes.

Mediante ellas, oímos las voces que nos comunican aquello que proviene de la eternidad. Sin embargo, solemos considerarlas como expresiones imaginarias, como ficticias, algo así como los delirios del Quijote de la mancha.

Justamente la necesidad de diálogo del Quijote lo llevó a la locura, sustituyendo la realidad por lo imaginario, quizá como un síntoma intuido por Cervantes de qué mundo entraba en una sordera para las voces que llegan del otro lado.

¿No es conmovedor que el Caballero de la Triste Figura vea gigantes donde sólo hay molinos de viento? ¿Eso era sólo el principio? Ahora, la cultura contemporánea preponderante únicamente ve ante sí el abismo de la nada. Don Quijote todavía intentaba el diálogo aunque fuese con lo imaginario. Ahora ha instalado y enraizado el monólogo, que nos lleva a una locura de menor rango donde queda apenas lo utilitario, el pragmatismo salvaje.

No obstante, aunque negado, si no fuera por el otro lado ni siquiera tendríamos el triste monólogo. Cerramos entonces con una tremenda pregunta: ¿Qué nos impide reanudar el diálogo con la presencia que satura todos nuestros instantes y que espera solamente que le digamos que sí?