Crónicas de la historia

Nicolás Avellaneda

Rogelio Alaniz

Supo del dolor cuando apenas tenía cuatro años y una empleada de la casa le dijo que su padre había sido degollado por los mazorqueros de Oribe. Desde entonces y hasta el fin de su vida se lo conoció como “el hijo del mártir de Metán”, la localidad donde su padre, Marco, fue ejecutado por el degollador uruguayo Mariano Maza.

Nicolás Avellaneda nació en Tucumán el 1º de octubre de 1836. Allí vivirá pocos años pero nunca olvidará su terruño.

En 1878, regresa a su tierra como presidente de la Nación. Para evitar efusiones que su modestia rechaza, se adelanta a la comitiva y se aloja en la casa de su abuelo. La noticia de que el presidente de la Nación está en la ciudad corre por todos lados y una multitud marcha para saludar al hijo pródigo. Avellaneda sale al balcón e improvisa un discurso que muchos lo repetirán de memoria durante años: “ He querido venir solo y despojado de las insignias del mando. He venido antes de las fiestas para que las pompas oficiales no sofoquen la efusión de nuestros primeros abrazos. Lo que necesito decirles no quiero que sea escuchado por extraños... Traigo fatigas después de las vicisitudes de la vida y anhelo descansar mi cabeza al abrigo de corazones seguros. ¡Los años de la ausencia han sido largos, la jornada dura! ¡Cuántas veces bajo las inquietudes de la suerte, y viendo cerrar el paso a mi intención pura y sana, me he preguntado si me sería dado un día volver con honor y con vida a la vieja casa de mis padres!... He tropezado con muchos en este camino de las ambiciones que viene tan lleno de gentes, pero nunca deserté de las reglas del deber... puedo, pues, comparecer delante de la sombra de mi padre y delante de la de ustedes que fueron los testigos de su vida y de su muerte.... ¡Miradme! Mi frente tiene pliegues prematuros, mis cabellos emblanquecen, las vigilias han devastado mi fisonomía, pero ¡miradme! Soy el mismo. Y puesto que me han reconocido, vuelvo a pedirles: denme un asiento en el hogar común... Necesito después de tantas agitaciones calentar mi alma bajo los rayos vivificantes de nuestro sol”.

Por linaje materno y paterno, Avellaneda pertenecía a distinguidas familias de Tucumán. Ese privilegio nunca le interesó demasiado, y jamás se preocupó por hacerlo valer. Como los hombres rectos y lúcidos, el único privilegio que respetaba era el de la inteligencia. “Cuando oigo decir que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy siempre dispuesto a pensar bien de él”, escribe.

Por temperamento y por decisión personal, siempre estuvo a favor de las transacciones pacíficas, de los acuerdos y el diálogo. Sin embargo, los tumultos políticos del país en el que le tocó nacer lo obligaron a convivir con la violencia. Sarmiento lo reconoció como el primer presidente que llegaba a ese cargo sin saber manejar un revólver. Así fue. Avellaneda no era militar, tampoco alardeaba de valiente como Mansilla, ni tenía desplantes de guapo como Alsina. Sin embargo, en nombre de la paz debió afrontar un levantamiento armado liderado por Bartolomé Mitre. Y cuando concluía su mandato andaba armado porque en el aire de aquel Buenos Aires de 1880, en el que un policía parecía tener más autoridad que el presidente de la Nación, el olor a pólvora era insoportable.

No era violento ni posaba de guapo, pero no era cobarde. Roca, Julio Roca, el presidente que lo sucedió y que peleaba en los campos de batalla desde los catorce años, decía admirado que a Avellaneda nunca lo vio temblar, ni siquiera en momentos en los que hasta el más guapo temblaba. Cuando por instrucciones suyas el gobierno nacional se trasladó a Belgrano -para desde allí enfrentar la rebelión de la provincia de Buenos Aires-, Roca le insinuó que se refugiara en un barco. Ni lo escuchó.

Marcado desde la infancia por los signos de la violencia, fue siempre un hombre de paz. No bebía, no fumaba, no trasnochaba. “Comía poco y escuchaba mucho”, decía un amigo. En un tiempo en el que los hombres se jactaban de sus duelos y de sus vidas mundanas, él prefería quedarse en la casa con su esposa y con sus libros. Siempre fue algo retraído, distante. Los que lo conocieron recuerdan su mirada triste y su sonrisa breve y cálida.

Hablaba en voz baja, con una leve tonada cordobesa que le había quedado prendida luego de su paso por el colegio Monserrat. De aquellos años de estudiante, recordaba los momentos de felicidad. “Vivirás en la memoria, Córdoba, no por tu ciencia que se olvida, sino porque os recuerda el corazón”. No es Marcel Proust, pero como él siente la necesidad de convocar al tiempo perdido.

Tenía apenas veinte años cuando llegó a Buenos Aires. Ya para entonces era el hombre que sería hasta el día de su muerte: tenaz, discreto. Su baja estatura era tan célebre como su acerada inteligencia. Católico practicante, su primer trabajo en un estudio jurídico fue con el doctor Roque Pérez, el jefe de la poderosa masonería porteña. A los veinticinco años, ya era un abogado reconocido por la elite porteña. Ser el hijo del mártir de Metán le había abierto las puertas. Cané lo protegía, Mitre lo recomendaba y Sarmiento le confiaba el cuidado de su hijo Dominguito, al que habrá de despedir ante la tumba años después.

Los que lo trataron aseguran que si no se hubiera dedicado a la política habría sido un gran escritor. Los pocos textos que se le conocen dan cuenta de una prosa impecable. Tal vez por eso se explique que cuando Sarmiento asuma la presidencia de la Nación le solicite que escriba el discurso oficial. Sarmiento sabía lo que hacía. Avellaneda escribía muy bien y era tan minucioso con las palabras, que alguna vez le aconsejará a un escritor que jamás le perdonará que lo haya obligado a iniciar un discurso con un gerundio. Los presidentes actuales seguramente no prestan atención a esos detalles.

Más de un historiador asegura que la proeza educativa que se le atribuye a Sarmiento fue concretada por Avellaneda. El mismo, tal vez molesto porque la gloria de educar al soberano se la reconocen a un solo actor, señala en el balance de su gestión: “Bajo mi ministerio se dobló el número de colegios, se doblaron las bibliotecas populares, los grandes establecimientos científicos como el Observatorio... ésta es la página de honor de mi vida pública y la única a cuyo pie quiero consignar mi nombre”.

Decía que su presidencia se inició con los signos de la guerra civil conjurada luego en las batallas de Santa Rosa y La Verde. No concluyeron allí los contratiempos. A los dos años de estar en el poder se desata una de las crisis cíclicas del capitalismo con sus secuelas de desocupación y pobreza. Allí lanza la consiga de honrar la deuda externa sobre la sed y el hambre de los argentinos. No fue una consigna feliz, pero sin dudas fue una consigna realista y tal vez inevitable.

En 1878, muere Alsina y Roca se hace cargo del Ministerio de Guerra. Su respuesta contra el indio ya no será la célebre zanja sino la ofensiva militar. La iniciativa fue de Roca, pero estuvo avalada por la totalidad de la clase dirigente. También durante su mandato hubo que luchar contra las montoneras de López Jordán, el caudillo entrerriano acusado de asesinar a Urquiza. Avellaneda nunca aprobó esa muerte. “No puedo aceptar que el crimen confiera títulos válidos para el mando de los pueblos... En nombre de la república, desconozco al gobierno que pretende inaugurar el reinado del crimen en la provincia de Entre Ríos”.

Finalmente, debió soportar la rebelión de la provincia de Buenos Aires que se resistía a ceder la ciudad capital, desarmar sus milicias provinciales y emitir moneda. La última guerra civil entre argentinos costó tres mil vidas, el precio a pagar para terminar de organizar con todos sus atributos al poder nacional.

Cuando Avellaneda llegó a la presidencia tenía treinta y seis años. Cuando retornó al llano ya era un hombre deteriorado por la enfermedad. Murió en 1886, antes de cumplir los cincuenta años. Lo acompañaban en ese momento su esposa y su querido amigo Aristóbulo del Valle. Cuentan que su mujer le pedía que no perdiera el ánimo. “El ánimo no lo pierdo, lo que estoy perdiendo es la vida”, dicen que fue lo último que dijo, casi sonriendo.

Nicolás Avellaneda

Hombre de paz. Avellaneda creía más en la educación que en la guerra.