Crónica política

Izquierdismo y burocracia peronista

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Obsesión. Para el izquierdismo, el conflicto constituye el momento culminante de la política, el absoluto exclusivo. Aquí, una manifestación de apoyo a los obreros de Kraft por parte de universitarios y organizaciones sociales en el centro de Buenos Aires.

Foto: DyN

Rogelio Alaniz

“El peronismo es una fuerza política que el poco bien que hizo lo hizo mal y el mucho mal que hizo lo hizo bien.”

Mario Bunge

Sería injusto desconocerle a este gobierno su preocupación por los pobres. En realidad ningún gobierno puede desentenderse de ellos. Hoy se hace imposible gobernar en democracia si no se tiene en cuenta la calidad de vida de los sectores populares.

Todos los gobiernos, los de derecha e izquierda, elaboran políticas para las clases populares. No podrían no hacerlo. Lo que diferencia a unos de otros es la eficacia de esas políticas. En lo personal, siempre he creído que la política más leal hacia los trabajadores es la que le brinda las herramientas para que se liberen de la opresión material y espiritual de la pobreza.

Es fácil decirlo, pero no es fácil hacerlo. Hacer realidad una sociedad más justa es una tarea noble que reclama lucidez, paciencia y tiempo. Como dice José Mujica: “Si creen que a la pobreza la vamos a resolver en un mandato no nos voten”.

El clientelismo es lo opuesto de la liberación. El clientelismo somete, corrompe y, por sobre todas las cosas, humilla. Alguien dirá que mucho peor que el clientelismo es la ausencia de clientelismo; es decir, la ausencia de políticas que mal o bien se preocupen por los pobres. No comparto. Para darle de comer a un hambriento está la caridad o políticas sociales implementadas por un Estado que presta servicios universales.

El clientelismo no es la caridad o un gesto de generosidad individual, es una política de Estado organizada y financiada no para liberar a los pobres sino para someterlos. El clientelismo no pone punto final a la pobreza, por el contrario para existir necesita que los pobres nunca dejen de ser tales. Más información, consultar el “Teorema Lamberto”.

Los Kirchner no inventaron el clientelismo, pero fueron los que mejor lo desarrollaron. En realidad, desde sus orígenes el peronismo fue clientelista y obrerista. La cultura sindical controlada por el Estado convivió con el clientelismo más descarado. Aunque hoy no sea políticamente correcto decirlo, bueno es saber que la dirigente que mejor practicó el clientelismo en la historia del peronismo fue la señora Evita. ¿O si no, qué otra cosa era la “Fundación Evita”? En el viejo peronismo, los roles estaban diferenciados hasta en las consignas. Los obreros eran los “muchachos”, los “descamisados” y también los “compañeros”, mientras que a los beneficiarios del clientelismo se los designaba con el cariñoso y edulcorado mote de “grasitas”.

En los años de la llamada “Resistencia” -en una Argentina que se desarrollaba por el camino de la sustitución de importaciones- el peronismo fue obrero y sindical. También fue otras cosas más, pero su estructura de poder más fuerte fueron los gremios.

Como consecuencia de las crisis sucesivas del capitalismo y el retorno de las políticas neoliberales, el movimiento obrero perdió consistencia y el rol de la UOM o Smata fue ocupado por los gremios estatales o por los camioneros desarrollados como consecuencia, entre otras cosas, del cierre de los ferrocarriles impulsado por el anterior gobierno peronista.

El resto quedó en manos de “los gordos”. O de Moyano que para el caso viene a ser más o menos lo mismo. Después están los muchachos de la CTA. Sin duda que son mejores. Algunos son muy combativos, otros no pueden disimular su vocación secreta de burócratas peronistas, vocación que no pueden realizar no porque no quieran sino porque no pueden.

En el campo del movimiento obrero, el kirchnerismo se apoyó en esa tradicional burocracia sindical peronista. Para ello pagó el precio que se suele pagar en estos casos: obras sociales y una suma de beneficios políticos. Hasta aquí, todo perfecto, o por lo menos todo previsible. Lo que sucede es que el desprestigio social de esa poderosa burocracia sindical es muy alto y cuando llegan los momentos difíciles estos caballeros sirven de poco porque el desprecio que le tienen los trabajadores es infinito.

No debería ser así. En las sociedades modernas, las burocracias sindicales son un mal inevitable. Como le gusta decir a Torcuato Di Tella, el problema no es la burocracia sino la “burrocracia”. La función de la burocracia sindical es reclamar por los intereses de los trabajadores y, al mismo tiempo, ponerle un límite a los desbordes. A esta tarea no es necesaria que la cumplan los santos, pero sí es indispensable que estos dirigentes dispongan de un mínimo de credibilidad.

Sería exagerado poner a todos los burócratas en la misma olla. Hay diferencias, a veces muy sutiles, pero que merecen ser tenidas en cuenta. De todos modos, lo que predomina es el personaje corrompido, multimillonario, ocupado en enriquecerse con las obras sociales, cuando no en envenenar a los trabajadores con remedios truchos.

En ese escenario está claro que el dirigente sindical más que una solución es un problema. Lo sucedido en la empresa Kraft Foods merece ubicarse en ese contexto. Cuando la burocracia sindical es inservible y los conflictos se precipitan, aparecen las comisiones internas habitualmente conducidas por corrientes de izquierda de escasa o nula representación electoral, pero muy diestros a la hora de fogonear conflictos.

El problema del izquierdismo es que suele conducir los conflictos gremiales a una inevitable derrota, derrota que en primer lugar pagan los trabajadores con suspensiones, cesantías, cierre de fuentes de trabajo y, en otros tiempos, con cárcel o algo peor.

El izquierdismo en los sindicatos suele estar protagonizado por luchadores sociales, hombres y mujeres de una sola pieza que se ganan el respeto de los trabajadores por su entereza, su coraje, su decencia personal, es decir, por reunir atributos morales exactamente inversos a los de los caciques sindicales.

El problema del izquierdismo no es su integridad moral sino su fundamentalismo político, su convicción de que toda huelga es la antesala de la revolución, la chispa que incendiará las praderas del capitalismo. De estos izquierdistas podría decirse que son honestos, valientes, pero que están equivocados, motivo por el cual son peligrosos para ellos mismos y para quienes dicen representar.

El izquierdismo suele tener una visión trágica de la política y, por un motivo u otro, su lógica conduce en todos los casos a la derrota. Más que criticarlos por sus afanes revolucionarios, habría que criticarlos pos sus persistentes fracasos, que le abonan el terreno a la ultraderecha salvaje y represiva.

El conflicto, para ellos, es el momento culminante de la política, el absoluto exclusivo. Por ese camino la derrota es la única certeza. Después hay que volver a empezar hasta reproducir exactamente los mismos resultados. Desde Sitrac-Sitram hasta Kraft Foods hay una obsesiva reiteración de lo mismo. En el recorrido llueven las desgracias, algunos fugaces momentos de plenitud, pero la que siempre falta a la cita es esa dama escurridiza, seductora y trágica que se llama revolución.

Cuando se presentan estos conflictos, los gobiernos peronistas recurren a la represión o a alguna variante parecida. El peronismo, incluidos los llamados peronistas de izquierda, jamás soportaron que los corran por ese lado; entre otras cosas, porque el anticomunismo en clave fascista es uno de los componentes genéticos de la cultura peronista.

Para completar el panorama, digamos que estos conflictos estallan porque desde la patronal se cometen increíbles torpezas. No tengo nada contra la empresa Kraft Foods. Por el contrario, creo que debe darle a los trabajadores condiciones laborales que seguramente la fábrica de galletitas caseras de la otra cuadra no puede ofrecer, pero ninguna de estas virtudes puede justificar el desconocimiento de la legislación nacional o torpezas como la cometida por la embajada de los Estados Unidos cuando decide intervenir en el peor momento, como para justificar con su gesto todos los prejuicios que hay contra el Tío Sam.

El clientelismo no es la caridad o un gesto de generosidad individual, es una política de Estado organizada y financiada no para liberar a los pobres sino para someterlos.

Cuando la burocracia sindical es inservible y los conflictos se precipitan, aparecen las comisiones internas conducidas por corrientes de izquierda de escasa o nula representación electoral.