Una visita a Amelia Biagioni

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Amelia Biagioni en 1983. Foto: Enrique Butti

La publicación de “Poesía completa” (*), de Amelia Biagioni (Gálvez, 1916 - Buenos Aires, 2000) es una bienvenida ocasión para revisitar una de las obras poéticas más trascendentes de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. Aprovechamos también la oportunidad para transcribir algunos pasajes de una nota publicada en el suplemento cultural de El Litoral del 5 de setiembre de 1983.

 

Por Enrique Butti

Ya en nuestro primer contacto, por teléfono, Amelia Biagioni se había negado a ser entrevistada. Se había negado con firmeza, sin posibilidad de réplica, sin atisbo de esa especie de seducción que ejercita quien se rehúsa para más para hacerse desear y rogar. “Ya no escribo”, dijo, para disculparse ante mi insistencia por querer conocerla. Finalmente, cuando supo que no tenía su último libro, “Las cacerías”, se ofreció a regalármelo.

Hasta que el ascensor me dejó en su 13er. piso de la calle Corrientes especulé con la idea de encender el grabador escondido en el portafolios. No caí, por suerte, en esa mezquina ruindad, por suerte para Amelia y para mí, no para el lector de ésta nota, privado de la transcripción exacta de las tenues palabras que ella pronunció durante la visita.

La impresión que aún conservo es la de que Amelia Biagioni, conjurada por el destino, quizás, obligada por la noche, quisiera parecer una mujercita frágil y desfalleciente. La traicionan siempre, sin embargo, los ojos chispeantes y los movimientos graciosos.

Esa mirada, aguda y penetrante, se adivina en su obra, cuando un golpe de magia transforma el tono grave y explorador de su poesía en una tonada, en una cueca o chacarera llena de humor y de ironía. Como cuando hace hablar a los batracios, en “Las cacerías”: “...// y para terminar revelo / que soy un príncipe encantado. / Cualquier día regresaré / coronado de hierbas / a mi estatura y mi destino. / Y saldré a enderezar los pueblos / con la verdad original / aprendida en el barro”, y “De boca cerrada no salen moscas”; y “A marido regalado / no se le mira el príncipe”.

“Ya no escribo; temo que no escribiré más. Mientras hubo angustia hubo vitalidad. La angustia obliga a la acción, al movimiento, me llevaba a la escritura; lo que es terrible es la indiferencia, la impasibilidad, la inacción del limbo”. Yo no quise creerle; sus ojos y sus movimientos parecían desmentir la gravedad de su confesión. “Vamos, Amelia, quien conoce como usted el vicio de la poesía es imposible que pueda dejarlo tan fácilmente”, bromeé. Estaba de pie en ese momento; volvía de la cocina, creo. Dijo: “La poesía es una visitante; viene cuando quiere y se va cuando quiere”.

Las claves de su poesía están en las palabras (y en las resonancias y en las metáforas que implican) “fuga” (y la fugitiva), persecución ( y la perseguida), la “caza” (y la señalada, la desarraigada, la emparedada, la extranjera, la descalza jadeante). En su poema “León” (y es el león quien habla) dice: “No importa si la pálida mujer / que en su torre escribe / amontona palabras tibias. // Cuando duerme / de un rojo salto / la arrebato y enciendo / la llevo a su selva / le infundo mi dinastía / y la obliga a reinar, / a avanzar segura y espléndida / a apresar bravamente / las palabras amantes o guerreras / y a desdeñar las otras”. Las palabras amantes o guerreras, dice, y desdeñar las otras, las que no gravitan en lo profundo. Entendí entonces que Amelia pretendía el mayor poder, la mejor fuerza de las palabras. Que exigía todo, y si no prefería la nada.

Traté de bromear también cuando anunció que pronto dejaría Buenos Aires para regresar a su natal ciudad de provincia, Gálvez. Le recordé el aire puro del campo, el estimulante retorno a los orígenes. Ella fue terrible otra vez cuando me interrumpió: “Vuelvo a Gálvez como un elefante a su última morada”.

Después me presentó los cuadros y los objetos que pueblan su departamento: una ilustración a un poema suyo, de Batlle Planas; un dibujo del Quijote, de Carlos Alonso... En el pequeño cuarto donde trabaja me mostró un collage de reproducciones y dedicatorias: un acróstico de Pedroni; un juego de palabras y flores de Mujica Láinez; un original de Enrique Banchs; una página manuscrita de Borges joven (con una letra asombrosamente pequeña, las líneas aplicadamente apiladas, minuciosas)... En su dormitorio, sobre la cama, la reproducción de un paisaje de Cézanne. En el borde inferior del cuadro hay una fila de árboles. Se acercó para indicármelos con el dedo: “¿Ves? Estos árboles escriben un nombre: Omar Khayyán. Quién sabe si Cézanne no hizo intencionalmente...”. Aunque no descifré las letras en la pintura, le dije que sí, que las veía. Recordaba entre tanto ese extraordinario poema breve de Amelia, “Espesura”, que dice: “Entré en mi espesura / y vi tu nombre escrito con árboles”.

Le pedí que leyera un poema en voz alta y me permitiera grabarlo (leyó “La fugitiva”, que es casi un grito), le pedí que me permitiera fotografiarla, le pedí un poema inédito que salvara y justificara la idea de escribir este artículo. Así que cuando me habló de su último libro editado, “Las cacerías”, y explicó que el tema central era la vida entendida como caza, la caza como motor del universo, me sentí como un perseguidor de imágenes exteriores, de sensaciones vanas y lejanas a las de su poesía. Se lo dije y nos reímos. “Si, todos cazamos, sea signos, amor, o poder, o libertad”. Un fragmento del poema “Bosque” manifiesta claramente la intuición que guía a ese libro: “...// Mi actos / me mostraron / que el universo es un oscuro claro andante bosque / donde todo movimiento es cacería”.

Finalmente buscó su libro inédito sobre Van Gogh. Paseamos el libro, magnífico, tratando de encontrar un poema que pudiese extrapolarse del conjunto; era difícil, porque los poemas de cada libro de Amelia se interrelacionan formando un sólido, estrecho andamiaje. Cada poema se refiere a un episodio de la vida, o a una obra, del pintor maldito. Antes de leer cada texto, en el cuarto soleado, Amelia contaba la anécdota que la había inspirado. Hablaba de Van Gogh con un gran conocimiento, con una ternura que sobrepasaba la admiración y la piedad: “El pobre Vincent... La pobre prostituta que recibió el lóbulo de su oreja (porque él había visto las corridas de toros y, quizás, cortarse la oreja le pareció una manera de destruir la bestia que se debatía dentro suyo...)”.

El último recuerdo de la visita es el mediodía detenido en las ventanas; ella, devuelta a su oficio o arte sombrío; en su boca la historia de Vincent que habla con su hermano muerto, llamado Vincent como él: el diálogo de un hombre ante su tumba: “... —Qué harás oh Vincent sin mis días en tu agujero vertiginoso./ —Seguir muriendo inmensamente Vincent./ —Qué haré Vincent sin ti cruzando el viento./ —Vivir con desmesura Vincent/ explorando el jardín humano/ mientras tu espalda en éste yacerá”.

(*) “Poesía completa”, de Amelia Biagioni. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2009.

Una visita a Amelia Biagioni

“Message de l’esprit de l’air” (1920), de Paul Klee.