AL MARGEN DE LA CRÓNICA

Confesiones de un pueblerino

Llegó el esperado fin de año. Y mientras la mayoría de la gente (o al menos los que pudieron juntar una moneda extra) programa su viaje de vacaciones, el pueblerino desea fervientemente volver a esa casa eterna de la que nunca se pudo despegar.

¡Qué me van a hablar de casa quinta o playa! Para nada, pileta como mucho. Lo que uno pretende en su hábitat de origen es conseguir esa profunda serenidad casi imposible de lograr en la gran ciudad.

Son muchos los puntos que se ponen en la balanza: inseguridad (sobre todo), ruidos molestos, preocupación permanente y un sinnúmero de contras que desaparecen con el solo hecho de pasar un rato en el pueblo.

Cuando se acumulan todas estas contras, ¡hay que huir! Las fiestas constituyen la opción más generalizada, la obligatoria, aunque durante el año se agendan varias que para el proveniente del interior significan fechas intocables. El cumpleaños de los padres, por ejemplo, es una de ellas; también las elecciones, sobre todo en los más jóvenes, que siempre se rehúsan a realizar el cambio de domicilio por la única razón: ir.

A muchos les parece difícil de entender. Y algunos hasta acusan un mensaje contradictorio: “Si tanto defendés a tu pueblo, ¿por qué no te desempeñás allá?” La respuesta se cae de madura: las posibilidades de crecimiento son mucho menores. Por algo la gran ciudad es la gran ciudad, ¿no?

En realidad, es más sencillo. Tenemos la antipática necesidad de escaparle a la ciudad, a sus fábricas, a sus colectivos, a todos. Una vez que el pueblo nos devuelve la capacidad de soportarlo, ahí pegamos la vuelta. Y queremos crecer y proyectar en la ciudad, y luego volver de visita al pueblo. Así será durante años, hasta que el ancla nos deje en algún lado. Eso sí: cuando volvemos de las minivacaciones, llegamos con un tupper lleno de comida que nos preparó la vieja. Infaltable.