Marche una de hojas caídas

Marche una de hojas caídas

El toco es oportunista, levantisco, tipo vi luz y entré, una porquería permisiva y aprovechadora, un mínimo de esfuerzo, un argentinismo. Se viene el otoño, se caen, románticas, las hojitas. Marche, entonces, una de hojas caídas...

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Santa Fe es una ciudad jodida. Y antes de que empiecen a quejarse les digo que tal aseveración está formulada desde la óptica de las empresas que prestan (prestan las pelotas: bien que lo cobran) el servicio de barrido y limpieza. Una ciudad como Santa Fe, llena de árboles, para colmo árboles que tienen el descaro de ser estacionales y no los más cancheros de follaje perenne, es un problema a resolver, todos los días, por los encargados de la limpieza.

Así que todo lo bucólico que tienen las hojitas amarillas del fresno cayendo, el colorido dispar que tienen nuestras calles de acuerdo con el avance inexorable del ocre en los árboles, se transforman en una sarta de puteadas en la boca del barrendero, un tipo repodrido de barrer las ya repodridas hojas amarillas, un día tras otro, hasta que por fin el tronco se queda pelado y vacío, listo para los brotes futuros. Como ven, todo es cuestión de perspectiva.

Tenemos una relación temprana con las hojitas de los árboles. Porque de pequeñitos podemos entretenernos un rato largo alzando hojas de todo tipo, actividad reforzada desde la escuela, donde nos instan a hacer, incluso a los nenes ya visiblemente torpes como el que suscribe, primorosas construcciones con hojitas de todos colores pegadas en el cuaderno: vestidos, techos de casas, caminitos, todo con las hojitas que recogemos de la calle, con el adicional de tener que saber de qué árbol provienen y todas esas cosas. Hay tipos, ya que estamos, que pasan su vida entera desfilando delante de árboles cuyos nombres desconocerán hasta que se mueran.

Pero que el árbol no nos tape el bosque. Estamos hablando de las hojitas caídas. En estos días, las hojas amarillas recrean la posibilidad para doña Marcia y todas las doñas, de salir a la inútil batalla desigual de intentar mantener la vereda limpia. A mí me da gracia eso de estar barriendo acá y volver a comprobar que allá, donde ya barrimos, vuelven a caer, sin pausa ni prisa, sino porque es así nomás, nuevas hojas, que agravian el sentido de pundonor y limpieza de la vecina. Que la oportunidad es propicia para charlar sobre la actualidad del país y del barrio es una posibilidad extra que debe uno agradecer al otoño, sin lo cual quizás ni nos enteraríamos de que la quiosquera lo mandó al carajo al esposo y ahora atiende ella sola, o de que don Pocholo cambió el auto, no sé cómo hace, tanto que llora miseria el señor...

También, ni qué hablar, son una fuente de trabajo. Para la empresa encargada de la limpieza o para los empleados municipales.

Lo cierto es que las hojas quedan ahí, en el asfalto, en una parva al lado del cordón, listas para ser pisadas por bicicletas y autos, o pateadas con énfasis y gracia por chicos de edad y de espíritu. Está bueno eso de mandarse en el medio de la parva, sobre todo si los cretinos de siempre no esconden medios ladrillos, ramas arteras, agua servida (es agua tirada, no sé por qué hay que llamarle servida) y otras beldades. No lo dejan divertirse a uno.

Puestas en bolsas de basura por vecinos muy responsables o escrupulosos, tanto que no quieren ver lo que consideran basura, obligan a la utilización de las ahora caras bolsas de consorcio, las que uno deja sólo para ocasiones especiales (tirarle al nene su ya sucia colección de latitas de cerveza o los pedazos del nono recién descuartizado, por ejemplo) y que ahora no alcanzan siquiera para contener tanto árbol suelto por la calle. Uno ve gente grande haciendo piruetas dentro de la bolsa, como preparada para jugar a las ya -ay, a veces ciertas cosas del pasado, se extrañan por simpleza y pureza, aun a riesgo de ser tildado de viejo chocho- olvidadas carreras de embolsados, y en realidad quieren apisonar las hojas para que entre más, pues parece que la parva es interminable.

Las hojas del otoño remiten a otros códigos, el religioso o el artístico, capaz de poner una pudorosa hoja de parra -agrandados, sobradores, bien podía usarse una más modesta, de trébol, digamos- estratégica, que habrá que sostener por estos días con mayor énfasis pues la naturaleza las manda al piso.

Y en la Argentina de nuestros días, los árboles pelados se transforman en una cruel metáfora de lo que nos pasa: deshojados, desnudos, desprotegidos... Pero no hay por qué quejarse tanto tampoco, pues cada despojamiento es necesario, un paso previo para resurgir, para esperar brotes, para que la poesía renazca y se eleve, para que las bucólicas espirales que cada pequeña hojita describe en su tenue caída.... Bah, en realidad, lo que quiero es que me digan en cuál parva me escondieron la bicicleta los vagos.