Jesús de Nazaret y las rupturas religiosas

Pbro. Hilmar Zanello

Los cristianos nos preparamos para participar y celebrar la Semana Santa, cuando la persona del Redentor pasará a primer plano, recordándonos su Pasión, Muerte y Resurrección, que ofreciera a Dios para la redención del hombre.

Lo que más conmueve aún hoy es su muerte cruel y despiadada, ejecutada en la cruz entre dos delincuentes.

Esa muerte violenta no fue ciertamente una sorpresa.

Mientras algunos lo veían con entusiasmo, otros en cambio lo veían como un inquietante perturbador del pueblo. Su empeño por anunciar el Reino de Dios y su Justicia engendraba un desafío alarmante. La actuación de Jesús era desconcertante y provocaba reacciones diversas. Muchos lo veían con un peligroso poder religioso, que derivaba también en una influencia sobre la vida política.

Por los Evangelios sabemos que Jesús entró en serios conflictos con los fariseos, que formaban un poder religioso muy adicto a las tradiciones y costumbres de Israel. Los Evangelios los presentan como adversarios de Jesús. Ellos lo cercaban siempre con preguntas capciosas y trataron de desacreditarlo ante el pueblo. Por su parte, Jesús los amenazó, llamándolos hipócritas, guías ciegos, sepulcros blanqueados: por fuera muy hermosos y por dentro lleno de podredumbre.

Seguramente, los fariseos lo escuchaban; pero su anuncio del Reino de Dios los desconcertaba, ya que Jesús no entendía ni vivía la ley como ellos. Lo que más los irritaba era el atrevimiento de Jesús de hablar en nombre de Dios con autoridad propia. Mientras los fariseos buscaban a Dios a través de una ley, Jesús les comunicaba su propia experiencia del rostro de un Dios Padre, con quien se relacionaba íntimamente llamándolo ¡ABA!

No sabían qué pensar de Jesús. Él atraía a las gentes con curaciones milagrosas que los impresionaba con un estilo de profetismo, como Elías. Tal vez lo asemejaban a Isaías o a Jeremías, y su conducta los desorientaba.

Él se atrevía a derogar una ley mosaica que permitía al varón despedir a su mujer; enseñaba a transgredir algo sagrado como el sábado; no observaba como ellos la pureza ritual. Desconcertaba con su manera de proceder, de acercarse a los enfermos, a los pobres, a los excluidos; revelaba gestos de verdadera compasión, que se reproducían cuando cobijaba a los pecadores. Según algunos autores, este gesto de Jesús acogiendo a los pecadores fue lo que produjo un verdadero estallido de indignación entre los fariseos y otros sectores religiosos.

Pero lo que colmó sentimientos de crispación contra Jesús fue el enfrentamiento que se iba gestando contra los dirigentes religiosos, la llamada casta sacerdotal. Los Evangelios hablan de los sumos sacerdotes, que ejercían un verdadero poder, incluso de gobierno, en aquella sociedad teocrática. Eran personas que poseían muchas riquezas, elegantes mansiones, considerados por el pueblo como poderosos.

Jesús les planteaba un conflicto: ¿los sumos sacerdotes seguían teniendo el gobierno religioso en Jerusalén y seguían ejerciendo una autoridad religiosa, o era que Jesús señalaba con sus fuertes críticas caminos nuevos para la religiosidad del pueblo?

Realmente Jesús señalaba con fuertes críticas que las autoridades religiosas no habían sabido cuidar al pueblo a ellos confiado. Pensaban sólo en sus intereses y actuaban como propietarios de Israel, y no sólo eso, sino que sobre todo no habían sabido acoger a los enviados que Dios les mandaba. Por el contrario, los habían rechazado.

Es muy clara la parábola de los “Viñadores homicidas”, cuya viña será entregada a otros.

Después de todo esto, Jesús corría un gran peligro, ya que los sumos sacerdotes no podían tolerar semejante agresión.

Un gesto simbólico de Jesús manifestó a las claras otra ruptura, que entabló una oposición a las costumbres religiosas de entonces. Se produjo con la entrada triunfal o mejor dicho “antitriunfal” del mismo Jesús en la ciudad de Jerusalén.

Jesús, montado en un humilde asno, decía sin muchas palabras lo que venía a anunciar: un reino de paz y justicia para todos, y no un imperio construido con violencia y opresión. Montado en ese pequeño asno apareció ante aquellos peregrinos como profeta portador de un orden nuevo y diferente, opuesto a aquellos generales romanos montados sobre sus caballos de guerra que imponían su poder con violencia guerrera.

Uno se pregunta qué alcance pudo tener en aquellas multitudes ese gesto simbólico de Jesús. Días más tarde, Él realizó un gesto realmente grave, audaz, que provocó su detención y su rápida ejecución. Jesús llegó al templo, entró en el patio de los gentiles y con decisión intrépida comenzó a echar a los que comerciaban, derribó las mesas de los vendedores de palomas y según el Evangelio de San Juan, hizo un látigo de cuerdas y echó a los vendedores de bueyes y ovejas (Juan 2,13-22).

Atacar el templo era atacar al mismo corazón del pueblo judío, centro de la vida religiosa, social y política. Jesús, al proceder con tanta severidad contra la corrupción del templo, anunció un juicio de Dios, no contra el edificio religioso, sino contra un sistema económico, político y religioso que no puede agradar a Dios. Más tarde, el evangelista Marcos citando a Jeremías diría que el templo se había convertido en una “cueva de ladrones”.

Este gesto de Jesús anunciaba el final de un orden religioso antiguo, que no agradaba a Dios, para dar lugar a otro orden religioso, que Jesús anunciaba como El Reino de Dios.

Mientras tanto, sus adversarios decidían que si ese hombre no renunciaba a tales actitudes subversivas había que eliminarlo. Lo cual aconteció breve tiempo después.

En la noche en que oraba en el huerto, Jesús fue apresado cerca del monte de los Olivos. Había que eliminar a ese líder.

En toda la vida de Jesús se ocultaba un misterio: en Él actuaba el mismo Dios, con una cercanía tan maravillosa al hombre. Él era verdaderamente Dios y hombre, como lo afirmara años después el Concilio de Calcedonia.

Jesús vivió ese trágico martirio en manos de su Padre, pero quizás experimentando una lucha interior angustiosa como el “sufrimiento del justo inocente”.

Jesús de Nazaret y las rupturas religiosas

“Cristo bendiciendo”, de Giovanni Bellini (1430 circa-1516).