La vuelta al mundo

El poder de los Kirchner y las debilidades de la oposición

Rogelio Alaniz

En política lo que se hace o se deja de hacer siempre produce resultados. Una oposición débil, fragmentada, produce necesariamente un oficialismo fuerte o no tan débil, sobre todo cuando el oficialismo dispone de poderosos instrumentos de poder, un liderazgo fuerte y algunas ideas acerca de cómo se debe gobernar.

Nunca es aconsejable creer al pie de la letra en las encuestas, pero tampoco es aconsejable ignorarlas; en todos los casos, lo que importa es saber interpretarlas y, por supuesto, saber quién las paga. Sobre el tema que nos ocupa hay un fuerte consenso en admitir que la mayoría de la sociedad está en contra de los Kirchner; esa mayoría puede representar un ochenta por ciento o, según los últimos estudios algo menos; pero en todos los casos sigue siendo una mayoría. El problema político de esta mayoría social no es cuantitativo sino cualitativo, porque carece de un liderazgo o de una propuesta política que la movilice o le dé una identidad.

Se sabe que los humores de la sociedad en estas cuestiones son cambiantes: hoy odian lo que ayer amaron y a la inversa. Esta verdad la saben todos los políticos, incluidos los militares que siguen sin entender por qué ahora los condenan muchos de quienes en 1976 los consideraban salvadores de la patria. Con las evidentes diferencias del caso, algo parecido pensó Alfonsín en 1989 y piensa Menem en la actualidad. Como le gustaba decir a un político yanqui, cínico e inteligente, “el pueblo no agradece nada”, aunque, para ser sinceros, habría que decir que también existen políticos que no se merecen ni siquiera las gracias.

El humor de la sociedad cambia y los Kirchner apuestan a ello. Un viejo principio de sabiduría conservadora dice que nadie deja la camisa rota y sucia si no tiene a mano una limpia y sana. En la Argentina esa camisa falta, y si bien son muchos los que se quejan del estado de la ropa vieja, si esa ausencia persiste no les quedará otra alternativa que quedarse con los trapos viejos por más desagradables que sean, siguiendo al pie de la letra el resignado refrán que sostiene “más vale malo conocido que bueno por conocer”.

Una alternativa política superadora se crea forjando una ilusión apoyada en sólidos dispositivos de poder. Las dos cosas son necesarias: la ilusión y el poder. En las sociedades de masas donde una persona vale un voto y donde el poder se legitima con el voto, es necesario que la gente crea en algo. Como dice Daniel Bell: “El futuro es de las masas o de quien se los sepa explicar”. Está claro que para Bell el futuro real no lo forjan las masas, incapaces como tales de ver más allá de sus intereses inmediatos, sino esas elites de poder capaces no sólo de “ver” sino de mirar, de mirar más lejos y explicarle a las masas lo que deben ver.

Ahora bien, nadie vota, en los tiempos que corren, una ilusión edulcorada si no va acompañada de esa fuerza real que otorga el poder. Se sabe que el poder es el insumo clave de la política, al punto de que no hay posibilidad de pensar la política sin ese componente; pero el poder despojado de una ilusión, o, si se quiere, de un afán transformador, cuando no de una propuesta moral, naufraga en la más absoluta soledad. Obama, por citar un ejemplo, es la demostración más cabal de esa relación creativa entre ilusión y poder. Tal vez Mujica en Uruguay pueda comparársele.

Con todo, nunca se debe perder de vista que en todos los casos estas ilusiones, más tarde o más temprano, chocan con las despiadadas realidades de la historia, porque es la experiencia la que enseña que con suerte y viento a favor las promesas que pueden cumplirse nunca superan el treinta o el cuarenta por ciento del total, no porque los dirigentes sean malos sino porque las intenciones son buenas, pero los rigores de la economía o los rigores propios del poder conspiran para hacer efectivas las mejores intenciones.

Porque esto es así se explica que Mujica en la campaña electoral le haya dicho a los votantes que si ellos creen que votándolo a él se van a resolver todos los problemas, lo mejor que pueden hacer es no votarlo. Esta reducción deliberada de las expectativas en el caso de Mujica dieron muy buen resultado a juzgar por los votos obtenidos. En política lo aconsejable es que la gente crea, pero que no crea demasiado porque después son los gobernantes los que pagan la factura de este desfasaje, desfasaje que muchas veces ellos se encargaron de fomentar con sus promesas exageradas y, en más de un caso, irresponsables.

La oposición en la Argentina todavía no ha logrado articular esta relación entre ilusión y poder. Tampoco se distingue en el horizonte un liderazgo que acelere los tiempos. El único político que se avizora en el horizonte opositor con experiencia en la gestión del poder es Duhalde; pero el problema de Duhalde es que despierta confianza por esa experiencia pero es incapaz de generar una ilusión o una expectativa de cambio. Para que Duhalde sea efectivamente una alternativa a los Kirchner sería necesario un naufragio institucional o político, porque sólo en esas condiciones la sociedad podría recurrir a su experiencia como piloto de tormentas. Mientras esto no ocurra, Duhalde es apenas un síntoma, nada más y nada menos.

Son estas condiciones, o estas omisiones, de la oposición las que les otorgan oxígeno a los Kirchner. No son las únicas, pero son importantes. El talento de un gobernante cuando no es capaz de ganar prestigio por sus actos consiste en impedir que los opositores se organicen. A veces lo logran gracias a su habilidad y a veces lo logran gracias a las torpezas de sus adversarios. A la hora de pensar en el ejercicio real y efectivo del poder, yo les aconsejaría a los dirigentes opositores que no subestimen a los Kirchner. Si bien la pareja, gracias a sus torpezas, se ha sabido ganar el rechazo de amplias franjas de la población, también han sido capaces de valerse de los dispositivos del poder para sostener principios de legitimidad, satisfacer las expectativas de poderosos grupos económicos e incluso movilizar a una fracción del progresismo. No es mucho, pero alcanza.

Los gobernantes que saben lidiar con el poder suelen montar puestas en escena que les permiten posicionarse ante la opinión pública de manera ventajosa, crear una suma de ilusiones a su alrededor que atrae a ciertos sectores sociales y en lo fundamental cohesiona a sus propios seguidores alrededor de ciertas ilusiones que estos seguidores necesitan para seguir creyendo. Los Kirchner, por ejemplo, han recurrido a una imagen cara a la tradición peronista, consistente en comportarse como opositores a pesar de que detentan la titularidad del poder.

Si se presta atención a los discursos de Cristina y Néstor, podrá apreciarse que lo que predomina es un discurso crítico contra los supuestos titulares del privilegio, la injusticia y la explotación. El listado de enemigos de los Kirchner es interminable e incluye a los medios de comunicación y a los periodistas, los grupos económicos internos y externos, la corporación judicial, los políticos opositores, los nostálgicos de las dictaduras militares. Tantos enemigos habitualmente eran invocados por los opositores, pero ahora ese privilegio lo ejercen quienes al mismo tiempo ocupan la presidencia de la Nación.

La contrapartida a esta estrategia astuta y manipuladora son las torpezas habituales que cometen los Kirchner, y por sobre todas las cosas la falsedad básica de esa puesta en escena. Los Kirchner no son ni progresistas ni antiimperialistas y, mucho menos, defensores de los derechos humanos. Lo que en realidad han montado es una suerte de colosal estafa política, cuyas consecuencias se perciben, entre otras cosas, en el rechazo que provoca la presidente, un rechazo que es superior incluso a los errores que objetivamente comete.

Resulta interesante indagar por qué una mujer dotada de ciertas condiciones provoca tanta antipatía. ¿Porque es linda y le tienen envidia? ¿Porque es tan inteligente y habla de corrido? ¿Porque combate contra la oligarquía? No lo creo, o por lo menos no lo creo del todo. A mi criterio, Cristina despierta rechazos intensos, como no se conocían desde los tiempos de Isabel, porque de una manera intuitiva pero certera, la sociedad percibe que la rigidez de sus palabras y de sus gestos son señales, las señales de alguien que miente, que no cree en lo que dice, que sus palabras son una impostura, frases aprendidas de memoria que nada tienen que ver con lo real y mucho menos con ella misma. Las astucias del poder permiten jugar con las palabras y presentar lo verdadero como falso, pero hay algo que traiciona a los titulares del poder. En el caso de Cristina ese “algo” es evidente. Los gestos crispados, las expresiones tensas, rígidas, las sonrisas forzadas, dicen más que la confesión más detallada. A Cristina no la traicionan sus colaboradores; Cristina se traiciona ella misma y a pesar de ella misma.

En política lo aconsejable es que la gente crea, pero que no crea demasiado porque después son los gobernantes los que pagan la factura de este desfasaje que ellos se encargaron de fomentar con sus promesas exageradas.

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Cristina Kirchner despierta rechazos intensos como no se conocían desde los tiempos de Isabel, porque la sociedad percibe que la rigidez de sus palabras y de sus gestos son una impostura.

Foto: DyN

La oposición en la Argentina todavía no ha logrado articular esta relación entre ilusión y poder. Tampoco se distingue en el horizonte un liderazgo que acelere los tiempos.