Marche una mascota

Marche una mascota

Mis hijas, a su tiempo cada una, o ambas al mismo tiempo, en forma coordinada al estilo de una asociación ilícita; o individualmente aplicando su indudable capacidad de lobby (“papi”, “papucho” y otras variantes con tonito de edípica seducción) me vienen reclamando una mascota. O me quieren meter el perro o acá hay gato encerrado.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Vengo de un pueblo chico donde tener dos o tres o un número cambiante de perros y gatos (y gallinas, y patos, y un loro, y un tero y otros animalitos de dios) era totalmente común, habitual. Me crié entre perros y gatos y cuando vine a la ciudad, en algunos casos, también tuve, esta vez, restringiendo tamaños y cantidades: pequeños, y uno solo.

Pero, les explico a mis hijas, tener una mascota es un acto de enorme responsabilidad, que requiriere de análisis, pues uno no va a traer un animal a su casa (y acá no nos referimos ni al tío Lucas ni a algunos de mis compañeros de fútbol) para descuidarlo o no atenderlo como corresponde.

Además, algunas cosas han variado con respecto a una mascota: antes una las tenía y ellas se manejaban solas, sin vacunas, ni veterinarios ni nada que se les parezca; las mascotas no daban trabajo ni representaban un costo adicional. Hoy no es así: hay que llevarlas al veterinario, cuidarlas, vacunarlas, alimentarlas. Y el otro dato es que antes, en una casa, siempre había gente, por lo que el animal era una compañía para el que se quedaba, y a la vez él mismo nunca estaba solo. Hoy la familia entera sale a (a los trabajos, a las escuelas, a los gimnasios, a la clase de tejido al crochet o a lo que fuera: sale todo el mundo, por largas horas) y en consecuencia mal puede tenerse responsablemente una mascota en una casa o departamento así.

Pero también, a la par del crecimiento de la responsabilidad del mantenimiento y sustento de una mascota (un miembro más de la familia, al fin y al cabo), se ha diversificado los emisores de mascota y entonces a la demanda de tus hijos se le oponen y muestran varios proveedores de muy distinto carácter y categorías, a saber.

La calle: entrega ejemplares raza perro, sin más pedriguí que la universidad de la vida, feos (a mí me encantan esos, justamente), vagos, mal entretenidos, lastimados algunos, sarnosos otros, simpáticos, reos, nobles.

Las veterinarias y negocios de mascotas: perritos limpios, simpáticos, mediáticos, con papeles reales o inventados, caros, delicados algunos, que requieren de cuidados de peluqueros y demás. Se pagan a buen precio y en muchos casos su compra no difiere de cualquier otra, como una remera o un televisor.

Los exóticos: tu hijo puede traerte una boa o una víbora de generoso tamaño (y sin ninguna alusión a ningún miembro de la familia); un ratón de no sé qué, una tarántula, o un dragón de Komodo. Total...

Los virtuales: hay en Internet animalitos de simpáticos y entradores ojitos, que uno puede “cuidar” y “alimentar” y que se “enferman” y hasta se “mueren” y todo si los descuidás.

Está por último la cuestión no menor del cuidado. Tu hijo antes de obtener la mascota te jura y te perjura que él se encargará de limpiarlo, darle de comer, sacarlo a pasear, verificar sus vacunas, juntar su caca, limpiar su pis y arreglar o reponer lo que rompa. Pero uno sabe que esas tareas serán luego de una sola persona. Es como la pileta: a todos les gusta pero uno se clava limpiándola, poniéndole el cloro, tapándola, sacándole las hojitas. A la hora de bañarse (e irse), se sabe, son cuarenta.

Quiero decir con esto que la antes natural elección de una mascota ahora se vuelve más compleja y es una cuestión familiar, social, barrial, interplanetaria. Con esto les quiero decir a las dos sí, ustedes, mis hijas- que por más papuchos que me deslicen, por más lagrimitas y ojitos que me propinen, por ahora, la única mascota que vamos a tener es un cactus.