Goyo

Por Héctor Martín Rotger

Batida desde el hueco de las manos pequeñas, la soga en círculos hendía la corteza del aire y formaba como un huevo gaseoso en el raudo subir y bajar propiciatorio del salto rítmico y preciso. Adentro de ese huevo, una niña que diríase inmóvil de no ser que acompasaba sus saltos al vaivén de la soga. La niña era casi toda un vestido de gasa azul, sólo sus ojos, profundamente negros, alteraban apenas el salto monocolor.

En todos sus años de plaza, ni Goyo ni su perro habían visto a esa niña, ni tampoco un modo tan grácil y armónico de saltar la soga. También resultaba extraña la hora del evento, con una protagonista infantil a la hora que los niños (al menos una niña como esa) dormían en sus hogares.

La luna se abría como un gran plato reluciente, o como una gran flor extática indiferente a la brisa fría que mecía las de los canteros y a Goyo se le colaba entre las ropas. Acompañando a la luna, algunas pocas lámparas destramaban la sombra. Hombre y perro parecían no querer quedar solos ante aquella visión que los maravillaba e inquietaba por igual. Por eso se pegaron uno al otro. El hombre, notándolo intranquilo, ensayó algunas caricias en torno al cuello suave de su amigo, queriéndole transmitir una calma que él no tenía.

La niña fue girando entre saltos y se les quedó de frente. Fue ahí cuando los ojos aparecieron con más nitidez y lo negro oscilante, aunque más pequeño, se equiparó al movimiento del azul.

Negro, azul, blanco. ¿El blanco de la luna o el borde de sus pupilas? La soga, chasqueando en el piso de tierra firme apenas sonaba, pero lo suficiente para que el corazón de Goyo se fuera acompasando a su ritmo. Y como el movimiento de la niña saltando lo tenía en la vista y el oído, y no era diferente de su palpitar, Goyo empezó a dudar si lo que él miraba y lo miraba a él era una escena externa o estaba ocurriendo en su corazón.

En ese momento el perro empezó a mover la cola. Su instinto, hasta hace un rato en ascuas, dejó de sentirse amenazado e inyectó en su rabo el movimiento de la confianza. También ese movimiento era análogo al del salto azul de la niña y sus ojos negros, al chasquido de la soga contra la tierra y al corazón del hombre.

Algunos árboles, como en todas las plazas, estaban llenos de pájaros que a esa hora dormían. Por eso, a Goyo le extrañó sentir un aleteo a sus espaldas.

Esta vez, el perro no acusó recibo de ese aleteo, Goyo pensó que tal vez era algo que se le había ocurrido, vaya a saber por qué, y prefirió no saberlo. Al presentimiento del aleteo le siguió un silencio que volvía pequeño el inmenso silencio de la plaza. El perro miraba entusiasmado el salto de la niña que los miraba intensamente. Parecía estar más del otro lado que el de su compañero humano. Éste recordó una noticia que había leído en un diario cuando todavía vivía en un hogar con esposa y con hijos entre cuatro paredes. Relataba la experiencia traumática de los astronautas cuando afrontaban la simulación del silencio absoluto del espacio y se les agigantaba el sonido del latido propio y del aire entrando y saliendo de sus pulmones, tanto como el ruido aleatorio de las entrañas. Por alguna razón, esa noticia había quedado bien guardada en el alma de Goyo, y ahora la recordaba, tanto como el momento y el lugar en que la había recibido, sin prescindencia de detalles. En su retrover tenía reclinado el cuerpo en la silla y registraba el haz de luz que entraba por la ventana, el pliegue de la cortina, el doblez de la página del diario y el ruido de las voces de chicos que jugaban en la vereda. Este recuerdo último lo inquietó. La memoria del ruido le trajo otra imagen que no estaba guardada en la primera capa de recuerdos. Cayó en la cuenta de que la noticia había eclipsado una visión que llegaba desde un ángulo de la ventana a la calle. En ese ángulo, seguramente una más entre los niños jugando, había visto, sin prestar atención, a la niña de azul que, como ahora, saltaba la soga. Al saltar, sobrepasaba el vano de la ventana, lo que la ponía en foco, a diferencia de los demás niños. Y era bien visible el vestido de gasa, porque en el descenso se notaba la lentitud de lo azul vaporoso respecto del cuerpo. La memoria no pudo recobrar otra cosa. No podía decir nada acerca de sus ojos, porque era imposible dada la distancia de la ventana y la calle. En cambio sí notó el cabello negro recogido, tal como lo tenía en este momento. Esa imagen, desechada por completo de su memoración del episodio en que los astronautas habían entrado en su vida, por la vía de la prueba de enfrentamiento a la vastedad del silencio cósmico, era la que ahora pasaba a dominar todo su marco visual. Extrañamente, sintió que la vastedad era ese vestido de gasa azul que se prolongaba hacia él, y lo incluía en el movimiento. Pero pronto ese huevo gaseoso en que se sentía flotar era teñido por el negro intenso de los ojos de la niña, que no había parado de mirarlo. Ahora eran esos ojos, lo único no incluido en la escena de la ventana, por insuficiencia de visión, los que lo envolvían todo. A medida que se sucedía la metamorfosis de azul a negro, se hacía más nítida e intensa la audición del pulso, el aliento y las tripas; lo que había empezado como un rumor acusado ya era casi estruendo. Pero no tenía el más leve atisbo de pánico; al contrario, el ruido le producía felicidad, una felicidad que no compelía a la exclamación -en caso de estar en condiciones de hacerlo-, sino a una intensísima atención facilitada por la oscuridad absoluta, aunque, de querer hacerlo, no lo hubiera puesto en términos de ausencia de luz sino de tanta luz que le implosionaba la mirada. Ahora el mismo tacto vacilaba en la identificación precisa del adentro y el afuera. El lomo del perro le parecía ser la textura misma de su mano. Y a partir de ahí experimentó cómo era pensar sin palabras, al tiempo que se le anulaba la sensación de recuerdo y la vida toda, sin secuencias, sin antes y después, se aglutinaba en cada poro de piel. El repentino aullido de su amigo vino a incitar la necesidad de responderle, o más bien, emparejarse a las modulaciones de su voz, pero no le pareció, como antes, un grito lastimero. En ese aullido estaban reunidos, juntos, aglutinados, todos los sonidos de las palabras. Y recién ahora se daba cuenta. Tuvo la sensación de que lo que oía tenía la forma de un tubo que lo invitaba a entrar. Se vio parado ante un gran círculo, como una enorme letra “O” que no dudó en traspasar. Entonces escuchó claramente el comienzo de su nombre y vio los labios, también entubados, de la niña de azul diciendo GO al tiempo que reaparecía con el salto. Había dado el primer paso. Otra letra O fue suficiente para entender. La niña terminó de pronunciar su nombre, en tanto que el perro perpetuaba su aullido y la luna refulgía enteramente blanca en un cenit de apoteosis. Goyo cruzó la segunda O con la tímida reverencia con que se cruza un gran portal y no se puede continuar la descripción porque nadie sabe qué hay del otro lado de un nombre.

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“La canción del tiempo” (1998), de José Marchi.