La Revolución de Mayo (III)

Ruptura del orden colonial para el surgimiento de la Nación

Rogelio Alaniz

En los procesos revolucionarios suele ocurrir que los grupos que pierden el poder suelen ser más conscientes de la naturaleza del cambio que quienes la promovieron. Algo parecido ocurrió en Buenos Aires en 1810. La Primera Junta podría decirse que fue un gobierno de coalición, un acuerdo político que incluía a españoles y criollos, a comerciantes y hacendados, a profesionales y sacerdotes, a conservadores y radicalizados. Muchos de ellos suponían que las decisiones que acababan de tomar eran transitorias, una solución política para un momento de emergencia y nada más. Por el contrario, a los funcionarios coloniales que habían perdido el poder no se les escapaba que lo sucedido era una revolución.

Mariano Moreno es uno de los pocos dirigentes que tenía en claro la cuestión del poder y la cuestión de la nueva legitimidad política. Así lo expresa en los artículos que escribe y las iniciativas que propicia. Por otra parte, son los mismos acontecimientos internos y externos los que van empujando hacia un camino sin retorno. Que los revolucionarios tienen como aliada a la revolución, es algo más que un juego de palabras. Los hechos se encargan de confirmarlo. A las pocas semanas de haberse constituido la Primera Junta, hay cuatro frentes de guerra abiertos: el Alto Perú, la Banda Oriental, Córdoba y Paraguay. La revolución debe militarizarse y con los primeros derramamientos de sangre el margen para dar marcha atrás se reduce al mínimo.

La orden de Moreno, avalada por toda la Junta, de fusilar a Liniers y sus cómplices se inscribe en este contexto. La revolución no puede dar señales de debilidad porque el enemigo que tiene al frente no se lo va a perdonar. Lanzados al vértigo de los acontecimientos, los revolucionarios no pueden darse el lujo de jugar a la revolución. La muerte de Liniers hoy puede ser evaluada desde diferentes expectativas, pero en 1810 no había otra alternativa que hacer lo que se hizo. Basta leer la correspondencia de Liniers con los jefes realistas del Alto Perú para saber el destino que le esperaba a los revolucionarios si Liniers se salía con la suya.

Ciertos historiadores revisionistas insisten en defender las virtudes del orden colonial y en advertir sobre el carácter prematuro, localista y pro inglés de la revolución. Como dijera Ricardo Piglia, la historia revisionista podría pensarse como el relato escrito por un viejo español resentido por el proceso de liberación abierto en estas costas. Ironías al margen, a quienes pretenden invalidar la Revolución de Mayo por haber carecido de participación popular, habría que recordarles que el elemento popular lo aportaban las milicias que todavía estaban muy lejos de ser un ejército profesional. Incluso, si se admite que ese 25 de Mayo estuvieron en la plaza alrededor de 1.500 personas, se arriba a la conclusión que se movilizó cerca del dos por ciento de la población, un número significativo en cualquier gesta política.

Por otro lado, es necesario insistir en que la revolución es un proceso que se inicia antes del 25 de Mayo y continúa después. El célebre 14 de julio de 1789, que recuerdan los franceses en homenaje a la toma de la Bastilla, no es el acontecimiento más importante de la revolución. El famoso asalto al Palacio de Invierno de los zares en San Petersburgo se pareció más a un golpe de Estado que a la revolución que luego se va a desatar a lo largo y a lo ancho de Rusia. Por lo tanto, no se puede descalificar la revolución por el carácter apacible de la jornada, apacibilidad que de parte de los funcionarios realistas estaba impuesta por las circunstancias.

También se dice que la revolución no fue más que una asonada porteña. En el Cabido abierto del 22 de mayo se discutió ese tema. A los revisionistas habría que recordarles que el primero que intentó descalificar la revolución con ese argumento no fue algún gaucho mazorquero sino uno de los representantes más conspicuos del régimen colonial: el fiscal Vilota. Es él quien plantea que Buenos Aires carece de atribuciones para tomar una decisión de esa envergadura sin consultar a las ciudades del virreinato. Curioso: el primer reclamo de “federalismo” en estos pagos nace de la boca de un godo. No debe ser casualidad. La respuesta de Paso reivindicando la teoría jurídica del gestor de negocios ajenos permitió a los revolucionarios salir del “paso” elegantemente, pero más allá de las astucias leguleyas, está claro que la primera intención de los revolucionarios es convocar a los representantes de los otros cabildos. Si luego esos “diputados” se incorporarían a la Junta o se constituirían como Congreso Constituyente es tema de otro debate, basta por ahora con saber que desde su origen el movimiento revolucionario extiende su mirada hacia un espacio mucho más amplio que el porteño.

Entre los meses de mayo y septiembre en toda la América española se producen movimientos “juntistas” con claros objetivos de autonomía política. No se equivoca Alberdi cuando sostiene que la Revolución de Mayo es parte de la revolución hispanoamericana. Se podrán discutir los objetivos independentistas de estos movimientos, pero no bien se presta atención a los textos de algunos de sus ideólogos queda claro que el camino abierto en Mayo apunta en un trazo tal vez oblicuo hacia la independencia.

Estas consideraciones ya están presentes en los textos de Moreno y Pazos Silva su sucesor en la dirección de La Gaceta. Por su parte, Bernardo de Monteagudo es el primero que, dos años antes del retorno de Fernando VII al trono, menciona a la “odiosa máscara fernandina”. En esos años La Gaceta y el diario Mártir o libre son muy críticos de los liberales españoles y le reprochan no su liberalismo sino su falta de liberalismo. La premonitoria frase del inca Yupanqui arrojada al rostro de los diputados de las Cortes de Cádiz: “Ningún pueblo que oprime a otro puede ser libre” pone en evidencia las incoherencias políticas y el raquitismo ideológico de cierto liberalismo español acorde con la debilidad de la burguesía española para cumplir de manera coherente con sus objetivos históricos de clase.

Es verdad que en las Cortes de Cádiz en un primer momento hubo un guiño a las colonias en nombre de la igualdad jurídica, pero no bien las revoluciones en América empezaron a consolidarse los liberales españoles no vacilaron en descalificarlas y movilizaron todos los recursos disponibles -no tenían muchos- para sabotearlas. Por lo tanto, si bien la Revolución de Mayo no se propuso en un primer momento ser independentista al poco tiempo este tema ya estaba presente en la agenda de sus dirigentes más lúcidos, por lo que muy bien podría decirse que si Fernando VII no hubiera retornado al trono, lo mismo a los patriotas americanos no les habría quedado otra alternativa que profundizar la revolución porque, para los liberales españoles, el eslabón colonial había que sostenerlo más allá de la retórica de algunos de sus exponentes más atrevidos.

La impugnación que a derecha e izquierda se le hace a la Revolución es que no produjo los cambios económicos y sociales significativos. Si se supone que una revolución debe poner punto final a la propiedad privada e instalar el socialismo, está claro que esos objetivos les eran ajenos no sólo a los revolucionarios de mayo sino a todos los revolucionarios de ese tiempo incluidos los franceses, salvo que alguien suponga que se podía ser marxista antes de que Marx naciera. La Revolución de Mayo rompe el orden colonial, modifica la composición de “clases” en el interior del virreinato y reordena la economía en nuevos términos.

Se sabe que históricamente una revolución debe evaluarse más allá de los efectos de las coyunturas. Para 1820 la configuración económica, social y política del Río de la Plata es absolutamente diferente a la que existía en 1810. Las instituciones coloniales han sido derribadas, una región cuya principal fuente de ingreso eran los metales que provenientes del Alto Perú salían por el Puerto de Buenos Aires, ahora ha emprendido el desarrollo ganadero con el aporte de los comerciantes criollos desplazados por sus colegas británicos. La independencia y las guerras han provocado un nuevo realineamiento internacional y Londres ha desplazado a Cádiz. Pero por sobre todas las cosas la revolución ha sido el fundamento de una nueva legitimidad política, un poderoso mito movilizador sin el cual no hubieran sido posibles los grandes emprendimientos que se acometieron. Como dijera Halperín Dongui: “A los que con tanta audacia, a veces con tanta sutileza, a veces con tanta malicia, intentan renovar la imagen de nuestro surgimiento como Nación, sólo sería oportuno recordarles un hecho demasiado evidente para que parezca necesario mencionarlo, un hecho que por ocupar el primer plano del panorama es, sin embargo, fácil dejar de lado: que lo que están estudiando es en efecto una revolución”.

Ruptura del orden colonial para el surgimiento de la Nación

Mariano Moreno es uno de los pocos dirigentes que tiene en claro la cuestión del poder y la cuestión de la nueva legitimidad política.

Foto: Archivo El Litoral