El diálogo como antídoto contra la inflación

 

Lo que debería ser regla es excepción en la política argentina. Pero resulta auspicioso el primer contacto que han tenido, en las últimas horas, la Unión Industrial Argentina y la Confederación General del Trabajo, urgidos por el imperativo de evitar que la inflación arruine a la economía nacional.

Es probable que, en su autopercepción hegemónica, el gobierno federal entienda que la interlocución con los actores sociales es un síntoma de debilidad. Sin embargo, la evidencia de la necesidad, servida a la mesa que comparten, obligó a empresarios y sindicalistas a iniciar el diálogo con la silenciosa aprobación de la Casa Rosada.

La Argentina conoce los efectos de una escalada irracional entre precios y salarios. El voluntarioso impulso al consumo puede servir circunstancialmente como motor del desarrollo, pero no es suficiente para sustentar el crecimiento, si no se procura una mayor oferta de bienes y servicios que compense a la demanda agregada de modo artificioso.

Para eso hacen falta inversiones, y no alcanza con créditos a tasa promocionada; menos aún si el financiamiento se otorga con el dinero que debería sustentar a jubilados que están lejos de satisfacer sus necesidades básicas.

La inversión, para que crezca la producción, necesita créditos; pero, más aún, necesita confianza. Y esa confianza demanda institucionalidad y reglas claras en la perspectiva económica, más allá del riesgo que necesariamente debe asumir todo emprendedor.

A la escena le faltan, por cierto, otros actores no menos legítimos. Ruralistas, constructores, comerciantes, profesionales, financistas; todos tienen el derecho de aportar ideas y de invertir en los diseños de la economía, además de la obligación de respetar la definición del poder de la República.

Pero, al mismo tiempo, el éxito de una sociedad es necesariamente una construcción inteligente de conjunto; no hay, en la historia moderna, un país que se desarrolle por la mera y empecinada voluntad de su poder formal.

No es necesario ofrecer ni reclamar renunciamientos históricos. Cada quien debe defender ideas e intereses sectoriales, y pujar por ello; pero nadie tiene el privilegio de imponer, menos aún desde la negación de la realidad o por fuera de las fronteras que marcan la Constitución y el respeto.

Políticas de Estado bien definidas y compartidas, modelos políticos que se disputen el poder en términos de honestidad democrática y diseños económicos dinámicos e inteligentes son necesarios para el desarrollo sustentable.

Un día, el país de las urgencias se debe terminar. La crisis no es causa ni excusa, sino efecto; el diálogo es el material económico que falta, pero debe extenderse y profundizarse para que esta urgencia de lo inmediato no sea sólo un atajo hasta la próxima estación electoral.