Preludio de tango

Noches de cabaret

Manuel Adet

El templo donde el tango celebra sus mitos es el cabaret. La presencia del cabaret en el tango es absoluta, está en su poesía, en las biografías de sus personajes, en el estilo de su música y en la voz de sus cantores. El cabaret es el ámbito histórico donde el tango se consagra. Es allí donde su música adquiere su tono clásico y es allí donde el tango conquista la noche porteña.

Si es verdad que el tango empieza a ser aceptado por las clases medias y altas cuando se consagra en Francia, el cabaret representa la manifestación material, la concreción histórica de esa consagración. La noche ciudadana de los años veinte comienza a dejar de ser la noche de los bajos fondos para empezar a ser la noche de la gran ciudad y en esa gran ciudad lo que se impone es esa invención francesa que se llama cabaret. Todos los cabaret por lo menos los más importantes- que merecen ese nombre evocan a París. Se llaman Armenonville, Tibidabo, Royal Pigalle, Tabaris, Chantecler, Palais de Glace. Los prostíbulos, los lupanares y peringundines no desaparecen, pero lo que adquiere entidad histórica y mítica es el cabaret y su versión íntima, la “garçonniere” tan bien descripta en “A media luz” y en “Portero suba y diga”.

En el cabaret es donde se consagran todos los atributos de esa noche porteña cuya existencia es algo más que un dato comercial o frívolo. Para que una ciudad empiece a tener vida nocturna propia es necesaria una consolidación social, cultural y política. No hay “noche” en la pequeña aldea, la “noche” es un emergente de la gran ciudad, de la ciudad cosmopolita, con sus millonarios, sus prostitutas caras, su bohemia, sus rufianes y sus marginales. El niño bien, el calavera, la gran señora, la cocotte, el compadrito, la madame, el gigoló, la barra de amigos tiene un punto donde encontrarse y ese punto se llama cabaret.

En la actualidad la imagen del cabaret está algo borrada, desprestigiada o percudida por la vigencia de ciertos locales nocturnos cuya razón exclusiva de existir es la oferta sexual. En el cabaret de los años veinte el sexo también tenía un protagonismo de primer nivel, pero lo que lo diferenciaba del prostíbulo o el peringundín era el escenario, la puesta en escena. También la calidad de la arquitectura y el nivel de los espectáculos.

Si en los años de oro de la oligarquía los edificios públicos exhibían una majestuosidad que aún hoy nos impresionan, también en aquellos años los lugares donde se celebraba la noche eran majestuosos. El Tabaris, por ejemplo, se inauguró el 7 de julio de 1924. Valentín Brodsky, el arquitecto a cargo de la obra, había sido el constructor del hotel Alvear. Su propietario, Andrés Trillas, regenteó en su momento el Armenonville.

A lugares como el Tabaris, Marabú o el Chantecler se podía asistir acompañado de la esposa y mientras se degustaban los platos de la selecta cocina y los vinos de la calificada bodega, se disfrutaba escuchando la orquesta de Canaro, Di Sarli o D’Arienzo. O de los espectáculos del varieté integrado por artistas de muy buen nivel.

A diferencia de la boite, el cabaret lucía con todas sus luces. En la puerta un hombre, habitualmente de raza negra, recibía a los clientes vestido de smoking o con el uniforme del establecimiento. El guardarropa era atendido por una ex alternadora. Los hombres iban de frac y las mujeres de vestido largo. La calidad de un cabaret se medía por las orquestas que lo animaban. Cada cabaret contaba con su propia orquesta. Al Marabú se iba a escuchar al maestro Carlos Di Sarli y nadie olvidaba que en 1934 había debutado en el salón Aníbal Troilo. En el Tabaris se había iniciado Leopoldo Federico. El “Casanova”, de calle Maipú -al frente del Marabú- actuaba la orquesta de Lucio Demare. En el “Lucerna” cantaba Antonio Rodríguez Lesende, una de las glorias y enigmas del tango. En el “Ocean Dancing” estaban Miguel Caló y, años después, Osvaldo Pugliese. En algún momento se lucieron en ese salón la orquesta de Raúl Kaplún con un Roberto Goyeneche que terminaba de dejar los pantalones cortos. El “Chantecler” de calle Paraná se inauguró con la orquesta de Julio de Caro, pero luego la estrella permanente fue Juan D’Arienzo.

Los músicos de la orquesta vestían frac o smoking. Los de Fresedo y De Caro en particular se distinguían por su elegancia, además del refinamiento de su música. Las orquestas típicas actuaban todos los días, menos los sábados. Esa noche la dedicaban a los clubes que los contrataban, porque -conviene recordarlo- entonces el tango se bailaba con la misma pasión en los salones de la clase alta y en los modestos clubes de barrio.

Al cabaret se podía ir con la esposa, la amante, con los amigos o solo. Las “alternadoras” vestían de largo y se paseaban discretamente por el salón. La “noche” se extendía casi hasta la madrugada. Cuando la orquesta tocaba “La cumparsita” es porque había llegado la hora de retirarse, algunos solos, otros acompañados, los menos a dormir. La noche del cabaret continuaba en los hoteles. También en los bares y comedores de la zona. No se equivoca el poeta cuando dice “Cabaret, Tropezón, era la eterna rutina, pucherito de gallina con viejo vino Carlón”.

El “Tabaris” contaba con una planta baja donde actuaba la orquesta para un público instalado en mesas muy bien atendidos por mozos profesionales. En el primer piso estaban los reservados discretamente disimulados con sus finos cortinados de brocado. En el “Tabaris” habían actuado Carlos Gardel y Josephine Baker. Y entre los visitantes ilustres se contaban Eduardo de Windsor, Pirandello, Federico García Lorca, Orson Welles, el Maharajá de Kapurtala y Maurice Chevalier.

El “Tabaris” se inauguró con la orquesta de Francisco Canaro. Por un desperfecto de la calefacción los clientes disfrutaron de la música y bailaron sin sacarse el sobretodo. Enrique Cadícamo recuerda que después de las doce de la noche el champagne era obligatorio. “El seco y ardiente Roederer, el Cordón Rouge o el Veuve de Cliquot”.

El Chantecler se destacaba por sus reservados cubiertos por las rojas cortinas de pana que Cadícamo describe en su célebre tango. Esos reservados eran lo suficientemente amplios como para cenar y bailar en intimidad. A cierta hora de la noche desde aquellos altos palcos se asomaba Madama Ritana, amiga personal de Gardel, “cubierta de alhajas y bebiendo champagne”.

La historia del cabaret no alcanza a las cuatro décadas, pero esas cuatro décadas coinciden con el momento de expansión del tango. La música del cabaret fue el tango, así como en Estados Unidos fue el jazz. El templo fue levantado por y para la clase alta, pero en sus naves había lugar para todos, para todos los que quisieran profesar este curioso culto.

En el universo del mito el cabaret contiene diversas imágenes contradictorias y difusas como los sueños. El cabaret es el lugar del niño bien y el calavera; del patotero sentimental y el guapo; de la chica de barrio que llega al centro seducida por un gigoló; de la piba que cambió el percal por la seda. Es también el lugar de la consagración del hombre y el escenario de la decadencia y el fracaso. El tango de Discépolo “Quien más quien menos”, expresa esa situación con versos desgarrados y patéticos. En “Acquaforte” el cabaret es el pretexto para la reflexión sobre una vida vacía y sin esperanzas o una vida signada por la derrota y el desencanto. En “Noches de cabaret” la crítica es desoladora y despiadada. En “Moneda de cobre”, magistralmente interpretada por Alberto Castillo, la biografía es un destino. “Bajo el cono azul”, un tango cantado por Floreal Ruiz, la imagen es bellísima y amarga: “Mariposa que al buscar la luz del sol, sólo encontró la luz azul de un reflector”. El cabaret es la disipación de la juventud y la decadencia de los años maduros. Los lugares más comunes del tango encuentran en el cabaret la metáfora preferida y esa metáfora tiene ritmo y compás de tango.

Desde la fabriquera a la modesta chica de barrio, desde Estercita a Estrella, desde Chirusa a Margot y desde “Mimí Pinsón” a “Madame Ivonne”, todas consumen sus años, su belleza y su corazón en ese cabaret donde la única certeza es que al final de la noche, casi sobre el filo de la madrugada, el ancho y luminoso espejo del cabaret devolverá la imagen percudida por los excesos de los años, la desesperanza y ese cansancio que sólo el que se enfrentó a la soledad de la madrugada conoce.

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