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“Los dos caminos de la filosofía”

 
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André Glucksmann enfrenta a la ironía de Sócrates y al nihilismo de Heidegger para estudiar las ideas que se imponen “en un tiempo trágico”. Foto: Archivo El Litoral

Dostoievsky sentenció: “Si Dios está muerto, todo está permitido”. Y el nihilista moderno sentencia que si también el mal está consecuentemente muerto, todo está permitido. “En el diálogo que lleva su nombre, el presocrático Parménides asesta al joven Sócrates, todavía ingenuo y angelical, dos verdades capitales. Si el adolescente quiere continuar su iniciación filosófica y convertirse en el famoso Sócrates que el futuro distinguirá, debe, para empezar, despojarse de sus prejuicios biempensantes. Es muy agradable proclamarse platónico antes de tiempo promulgando la idea de la Bello y del Bien, pero ¿qué ocurre con la idea de mugre, de porquería y de recorte de uñas?, objeta al alumno el viejo sabio. ¿Quid de la corrupción, de la destrucción y del mal? El día que no sientas desprecio por nada de esto, estarás realmente atrapado por la filosofía”.

En “Los dos caminos de la filosofía”, André Glucksmann (Francia, 1937, seguramente el más brillante de los promocionados Nouveaux Philosophes) comienza dando voz a dos filósofos paradigmáticos: Sócrates y Martín Heidegger. “Yo, Sócrates, soy un corte. Después de mí, el lenguaje de los dioses y el lenguaje de los hombres rompen el contacto”, hace Glucksmann sentenciar al griego. “Mis compatriotas me han encontrado extraño, sorprendente, chocante, e incluso excéntrico. En griego, decimos atópico (a-topos: sin lugar). Vosostros decís: desarraigado. Atópico se opone también a utópico. Si no apelo a un pasado inmemorial, ya no ansío los embarques para Citerea. Platón, mi principal testigo post mortem, a pesar de sus nostalgias personales por un cosmos bello, bueno y protector, no me atribuye ningún humor trascendente. ¿Acaso no he manifestado sin cesar una extrema reserva en cuanto a lo que ocurre más allá de la muerte, o fuera del mundo habitado? Montaigne me felicita por ello: “Fue él’, dice refiriéndose a mí, “quien se trajo del cielo, donde perdía el tiempo, la sabiduría humana para entregarla al hombre, que la tiene como su más justa y su más laboriosa tarea, y la más útil’. Soy extraño pero familiar, y paradójicamente pensador extraño porque es familiar”.

“Mi trabajo asiduo de desmoralización vuela con sus propias alas”, hace decir a Heidegger, y transcribiendo las propias palabras del alemán: “El arraigo del hombre está hoy amenazado en su ser más íntimo. Más aún, este desarraigo no sólo está causado por circunstancias exteriores o la fatalidad de un destino, no solamente es el efecto de la negligencia de los hombres, de su modo superficial de vida. El desarraigo procede del espíritu de la época en la que nuestro nacimiento nos ha fijado”.

Dos formas contrarias de entender y practicar la filosofía. Para Sócrates la autointerrogación y la duda son la base de la filosofía; para Heidegger, la angustia ante la muerte, la deshumanización ante la técnica y una nueva manera de repensar el mal. Publicó Tusquets.