Intemperies (*)

Intemperies (*)

Ilustraciones de Lucas Cejas

 

Por Susana Persello

Fidelidad

Llegan juntos a la parada como todos los días. El hombre lleva un bolso colgado al hombro con su mameluco y la vianda. Prepara la tarjeta para pagar el viaje a su trabajo, después acaricia la cabeza del perro, que no deja de mirarlo. Cuando sube al colectivo, unos tímidos ladridos lo despiden. El animal se echa, agachando las orejas y estirando la mirada hacia donde se fuera su dueño. Queda solo.

El brillo azabache de la pelambre y la dulzura de sus ojos atraen a la señora que hace las compras, entonces saca de su bolso un hueso y lo llama para que la siga, pero no lo consigue. Las bocinas de los autos no lo alteran, no intenta cruzarse. Un vecino nuevo que lo observa desde la casa decide ir a socorrerlo porque lo cree enfermo, pero vuelve sobre sus pasos al verlo bien, aunque sin comprender.

Pasa un grupo de perros vagabundos, lo huelen, le dan vueltas alrededor, lo provocan, lo invitan. Para cualquiera, una gran tentación; para él, nada. Cuando ya nadie lo molesta, se levanta, da una vuelta sobre sí mismo y vuelve a echarse una y otra vez. Hasta que de pronto se alza firme, con las orejas puntudas, levanta la cola y la mueve, ladra dos o tres veces.

El colectivo para y vuelve a arrancar. Ve a su dueño cruzar la calle. Se saludan como siempre, el hombre le da una galletita que saca del bolso y también come una. Se van juntos por el camino de las quintas, para volver mañana.

Caminante I

Anda por la ruta. No por la banquina, camina sobre el asfalto como para que los vehículos lo esquiven. No se sabe de dónde vino, ni su nombre. Todos le dicen el chueco, porque verdaderamente es chueco y rengo, aunque al parecer eso no le representa un obstáculo. Lleva dos baldes de lata, uno en cada mano, cargados con huevos rotos que le dan en los gallineros. Su aspecto puede inspirar miedo, lástima, a veces risa, pero seguramente no pasa desapercibido. Se supone que vive en la vía, aunque a veces cambia de domicilio y se guarece en algún horno de ladrillos o en alguna quinta. Todos lo conocen por la zona. Hay quienes lo echan, quienes le dan una changa, quienes le dan dinero, pero su debilidad es la carne cocida. Las pocas veces que pide, quiere carne cocida.

No ofende ni agrede, puede atemorizar al que lo ve por primera vez. Para los que vivimos por estos lugares, es una imagen familiar. El chueco es el enigmático ser que deambula por cualquier lugar del mundo, llamándose jorobado, loco o como sea, pero que compensa sus defectos cumpliendo un sueño natural que esconde todo hombre: vivir sin condicionamientos ni ataduras. Por él se fuga esa necesidad de todos.

Intemperies (*)

La fiesta de Marta

Marta gira aferrada a la columna de la farola colonial, frente a las puertas del elegante salón. Sus pies se afirman juntos en la base y tiene las manos apenas apretadas como para poder dar vueltas y vueltas. La pollera en campana provoca una brisa-ilusión que eleva todo a su alrededor. Alguien la llama, pero ella sólo escucha su propia voz.

—¡Marta!... ¡Marta!, ¿la fiesta o el viaje?...

—La fiesta, por supuesto, luces, globos, guirnaldas una torta fantástica, el salón. Este salón...

—¡Marta!..., ¿y el vestido?...

—De broderie, con lágrimas de perlas en el pecho. Muy ancho, con vuelos, un lazo rosado en la cintura y un ramo de flores. Estas flores...

—¡Marta!... ¿y la música?...

—Toda. Para comer, suave y tranquila; después el vals, para dar vueltas y vueltas. Estas vueltas... Y de la otra para entrar en el ritmo loco de la fiesta, hasta el amanecer. Este amanecer...

—¡Marta!... ¿y la gente?...

—Los amigos de la escuela, los del barrio, ustedes, vos...

—¡Marta!, ¿no te marea tanto baile?... ¡No, es mi fiesta, estoy feliz...!

—¡Marta, Marta! Siempre la misma zonza. ¡Juntá tus flores y subí al carro, que ahora nos vamos a vender a los bares del boulevard...!

Desarraigo

Es una mañana de diciembre, el calor ya se hace sentir, aun siendo muy temprano. A la parada llegó ella, no es la primera vez que la veo, trae a su hijo atado con una manta de lana a la espalda tal como la llevaría en su tierra, allá en el altiplano boliviano. Abrigados los dos como si estuvieran sintiendo el rigor del clima en las alturas de la Región de la Sierra. Para llegar hasta la ruta debió caminar unos cuantos kilómetros desde la quinta donde trabaja, aunque no tiene rastros de cansancio. Me llama la atención la trenza renegrida y brillosa que le cae al costado de la cabeza y le llega hasta la cintura, también su ropa colorida. La saludo, le pregunto algo sobre el hijo, desde su sonrisa me muestra un diente de oro. Los ojos rasgados, los pómulos altos, la piel oscura, hablan de la raza aymará. Siento una profunda pena porque su figura y este lugar no concuerdan, quisiera creer que es un error del mapa. Seguramente ha venido desde su tierra para estar mejor, sólo ella sabrá si es así. Se acerca el ómnibus que vamos a tomar, todos los que pasan la miran, espero que no se dé cuenta, puede dolerle y ya tendrá suficiente con disimular el dolor del desarraigo.

Intemperies (*)
Intemperies (*)

Caminante II

Va por el costado de la ruta apurado y pensativo. Tiene un traje de lana raído que siempre lleva puesto sin importarle la estación del año. Le cruza el pecho una alforja de tela, llena de quién sabe qué cosas. Tiene un sombrero apuntado de fieltro, muy viejo, hundido hasta la media frente, desde allí se le abre una melena bohemia, larga y amarillenta. Va fumando una pipa exótica. No se sabe nada más cierto de él, que lo que él mismo dice: es un pensador que explora el mundo y reflexiona, ha encontrado la verdad andando caminos. Será por esa razón que suele desaparecer por un tiempo. En esa marcha apurada estarán las aseveraciones filosóficas que después expondrá en alguna charla de almacén o en una estación de servicio, mientras es convidado a comer.

Ese extraño de barba que habla sobre la vida y su sentido no está atado a nada ni a nadie, va decidido hacia un lado y con la misma seguridad al instante gira y marcha hacia el lado contrario, o se sienta en una alcantarilla, o se duerme en el terraplén de la vía. Alguien lo ve desde la ventanilla del colectivo en cada uno de sus viajes hacia la escuela, alguien que va y vuelve a la misma hora, todas las mañanas, a hacer las mismas cosas... Alguien lo envidia.

Intemperies (*)

(*) Intemperies son cinco relatos breves reunidos por un tema que expresa el título general, pero esa intemperie es lo que vemos desde afuera; por dentro, estos personajes tienen su refugio.