Santa Fe y Paraná, origen y destino comunes (iii)

Francisco Antonio Candioti, el gaucho principesco

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Cuaderno de cuentas del empresario colonial. Junta Provincial de Estudios Históricos de Santa Fe. Archivo Manuel Cervera. Fotos: Archivo El Litoral

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Ana María Cecchini de Dallo (*)

Francisco Antonio Candioti es, junto a la de Hernandarias de Saavedra, la figura más emblemática en la historia del gran espacio de la jurisdicción fundacional de la ciudad de Santa Fe. Los tres aspectos básicos para abordarlo son: el rural empresarial, el gaucho principesco y el de su actuación política en la emergente provincia de Santa Fe.

Candioti construyó, a partir de su esfuerzo, un emporio económico en el cual las estancias -tierras pobladas productivas-, situadas en ambas márgenes del río Paraná, constituyeron el basamento de su riqueza.

Las estancias que poseía, según el relevamiento realizado en su juicio sucesorio, eran las de Añapiré, Rincón Dávila (sic), La Ramada, Monte de los Padres, Mosqueda y La Chácara.

También era propietario de terrenos que se mencionan con los nombres de sus dueños anteriores: Valdivieso, Aguirre, Quiroga, Gómez y Zeballos, en la banda de Santa Fe; y las de Villa Señor y de Arroyo Hondo en los “entrerríos” o la otra banda, que era, sin duda, la más productiva.

A ese efecto estaba dividida en “puestos”, en cada uno de los cuales había una barraca. Entre los primeros se cuentan: Costa de Feliciano, Los Manantiales, Guayquiraró, Las Vizcacheras o Vizcachas, Mula Grande y Mula Chica, Cabayú Quatiá, Rincón de las Mulas, Las Estacas, Las Tacuaras. En los puestos se llevaban a cabo la reproducción y el desarrollo inicial de la hacienda de yeguarizos, vacunos y mulares. En las segundas, los peones trabajaban los cueros y fabricaban sebo extrayendo grasa de los vacunos sacrificados para el consumo. Los cueros tratados y el sebo se destinaban principalmente al mercado chileno. En las labores artesanales, de acuerdo con los Cuadernos de Cuentas de los capataces, puede estimarse que había entre 30 a 40 personas en calidad de asalariados.

Las mulas, obtenidas a partir de la cruza de un burro con una yegua, eran una variante de animal de carga que venía produciéndose desde antes de la mudanza de la ciudad de Santa Fe.

En el siglo XVIII eran varios los estancieros santafesinos que las criaban, aprovechando el clima y los buenos pastos de la zona, y luego llevaban sus “arrias” -denominación aplicada a las cargas transportadas en mulas- al mercado de “la tablada” en Salta -sitio, además, de la histórica batalla- y, tal vez, a la Feria de Sumalao (hoy Iruya), en las cuales se aprovisionaban los mineros potosinos y peruanos, ya que el mular era apto para transitar serranías y montañas, y colaboraba en el transporte desde y hacia las minas, áreas productivas por excelencia en aquellos tiempos.

Entre los primeros arreos mencionados en las actas capitulares se incluye como destino a Río Grande do Sul (Brasil). Desde los inicios del siglo XVIII, el Cabildo santafesino había establecido un gravamen a las mulas que salían de la jurisdicción. Éste oscilaba entre 1 y 2 reales por cabeza, que se destinaban a solventar la defensa de la ciudad y poblados vecinos de los ataques de aborígenes. Para asegurarse el control de los animales extraídos, se había prohibido el cruce de ganado por el río Paraná a la altura de Coronda y Barrancas, y a través de las islas.

El viaje a Salta lo hacía Candioti anualmente con unos 5.000 ó 6.000 mulares, más la caravana. Para ello recorría el viejo camino que llevaba a Santiago del Estero por “los sunchales” y la “laguna de los porongos”, vía que le permitía evitar el cruce de Córdoba. Los peones alistaban la hacienda, y los troperos santafesinos, unos 40 -de reconocida fama en la época, como cuenta Bernardo Alemán en Camperadas-, hacían su tarea con una baquía atribuible a la experiencia adquirida y transmitida desde los tiempos de los arreos fundacionales y de las vaquerías. Ésa fue, sin duda, una escuela de gauchos.

La aventura se iniciaba sin estridencias al comenzar el verano mediante el cruce del Paraná con los animales a nado. Y, después de reunido el ganado en la otra orilla, se iniciaba la marcha diaria, que atravesaba climas diversos, a veces hostiles, e implicaba negociaciones con los aborígenes. Las paradas se realizaban durante la noche en sitios propicios, y la marcha se retomaba con la primera claridad para aprovechar todas las horas con luz. A ese ritmo se llegaba a las ferias que se realizaban en el otoño en las plazas del noroeste. Y al retorno lo emprendían Candioti y sus “muleros”, entre junio y julio, con sus carretas cargadas de productos para el comercio: tabaco, lienzo, papel, cuchillos y chuzas, ponchos, vajilla y ornamentos en plata y, lógicamente, monedas que recibía por sus ventas o importantes acreencias de quienes eran sus intermediarios con Lima.

La carga que se traía se destinaba en parte al pago de sus hombres en las barracas, bienes que se les deducían del salario. A estas provisiones entregadas se les agregaban la yerba y los aperos de montar. Las carretas, una vez arribadas a Arroyo Hondo, se ponían en manos de maestros carpinteros que las acondicionaban para el año siguiente.

Así ocurrió hasta 1809, último viaje registrado de Candioti, precisamente el año en el cual se lo involucra en un movimiento contra el virrey. Las mulas desaparecen de los documentos capitulares, y ello tiene una relación directa con la situación de guerra en el Río de la Plata y, en especial, en el Alto Perú, conflicto que hizo suspender la explotación de las minas, lo que originó la caída de la demanda y puso fin al comercio.

El gaucho principesco, como lo calificó Robertson al describirlo en sus cartas, dio lugar al mito, una imagen tan extraña como atractiva, con un modo de vida poco común, rodeado de sus bienes y de la prole ilegítima que se le atribuía, vestido de manera singular y haciendo gala de una personalidad única en su contexto.

Es a Robertson a quien le debemos el Francisco Antonio Candioti de aristas misteriosas y fabulosas. El autor británico destaca una personalidad sencilla, una prestancia y apariencia física bella, y una fuerza y autoridad que se imponían cuando sentado en su montura conversaba o comía. La austeridad de la casa en la ciudad, en cuanto a mobiliario y calidad de la construcción, se contraponían al lujo y a la variedad de la vajilla de plata y cristal.

Al visitar la estancia en “los entrerríos”, conoció a uno de sus hijos, de singular parecido con el padre, y comentó que en la mayor parte de estos puestos trabajaban hijos suyos. Por ejemplo, en las cuentas de puestos y barracas, están mencionados Rafael, Mariano y José Mariano, todos registrados con el apellido Candioti.

En la ciudad, sus contemporáneos le decían “el rico”, así lo cuenta el historiador Ramón Lassaga, cuando escribió la biografía en la que no ahorra elogios respecto de la intensa vida productiva que llevó a cabo.

El tercer ángulo desde el cual merece que se lo analice, no por ello de menor importancia, es el de su condición de hombre público elegido por sus conciudadanos como primer gobernador autónomo de la provincia de Santa Fe. Había actuado en el Cabildo de la ciudad en varios períodos, tarea muy difícil de eludir, ya que revestía el carácter de carga pública para los vecinos que participaban de la elección. También había participado como diputado en el Consulado conducido por Manuel Belgrano.

En el bloqueo a Santa Fe por tropas del virrey Liniers, Candioti formuló descargos una vez cerrado el problema y, considerando sus vinculaciones comerciales, puede inferirse que ellas le generaron vinculaciones políticas enlazadas con las variadas alternativas que se barajaban en el Río de la Plata.

Si bien Candioti había desenvuelto su empresa con éxito en el marco colonial, también es verdad que había tomado parte en los numerosos reclamos que Santa Fe hiciera ante las acciones de Buenos Aires que le restaban posibilidades comerciales. Por consiguiente, vislumbraría el cambio como una oportunidad de mejora para su ciudad ante los nuevos tiempos, siempre que fuera gobernada por un hombre del lugar y elegido por ellos. Con esa convicción participó de los planteos formulados a la Junta, hasta que él mismo fue impulsado por el vecindario santafesino -en un reconocimiento de que era su patriarca- al cargo de primer gobernador autónomo de la provincia de Santa Fe.

Dejó una herencia material, de $ 430.497. De ella, sólo $ 26.890 correspondían a las estancias, a pesar de estimarse que rondaban las 300 leguas cuadradas (810 mil ha, según el valor comparativo que dio Gabriel Carrasco en el Censo de 1887, y 930.747 ha de acuerdo con equivalencias actuales, que consideran que una legua representa 5.570 m). Pero, más allá de la discusión sobre la unidad de medida, los datos expresan el bajo valor que tenía la tierra antes de la organización nacional. La otra parte se integraba con dinero. Todo el patrimonio se repartió, no sin dificultades, entre sus dos hijas legítimas. Su herencia se fraccionó entre las dos provincias. Antonio Crespo -su yerno- administró la de Entre Ríos. Y Urbano Iriondo -su otro yerno-, y en especial Simón, su nieto, gozaron de sus bienes en Santa Fe, donde ocuparían los máximos peldaños del poder provincial.

Bibliografía

JPEHSF. Archivo Manuel Cervera. Legajo Francisco Antonio Candioti.

Alemán Bernardo. Camperadas. Santa Fe, 2005.

Robertson J. P. y G.P. La Argentina en la época de la revolución. Traducción y prólogo de Carlos Aldao. Buenos Aires, 1920.

(*) Profesora y licenciada en Historia. Magíster en Administración Pública. Presidenta de la Junta Provincial de Estudios Históricos de Santa Fe.


En la ciudad, sus contemporáneos le decían “el rico”, así lo cuenta el historiador Ramón Lassaga cuando realiza la biografía en la que no ahorra elogios respecto de la intensa vida productiva que llevó a cabo.