Justo José de Urquiza (III)

El hombre de Estado

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Presidente. el óleo que representa a Justo José de Urquiza, fue pintado por Sor Josefa Diaz y Clucellas, y lo muestra con los atributos de primer mandatario de la Nación.

Foto: Archivo el litoral

Rogelio Alaniz

El célebre Pronunciamiento contra Rosas por parte del caudillo entrerriano era esperado, pero cuando se produjo hizo mucho ruido. Urquiza alentaba la esperanza de contar con la adhesión de los gobernadores, pero la gran mayoría se quedó al lado de Rosas, mientras en Buenos Aires los obsecuentes del régimen pedían la cabeza del “loco” Urquiza y rendían pleitesías a Juan Manuel y a Manuelita.

Urquiza los dejaba correr sin inquietarse. A Rosas no lo subestimaba pero nunca le tuvo miedo. Cuando alguien le advirtió sobre los peligros que corrían sobre su cabeza, le respondió lo siguiente. “¿Se ha figurado Juan Manuel que yo soy Cullen o algunos de los desgraciados que han caído por su imbecilidad bajo su cuchillo? Rosas se equivoca miserablemente, su poder es un poder ficticio, sin base, al primer empuje se desplomará su trono con más facilidad que una nube de humo”.

Lo cierto es que cuando se levantó contra Rosas, ninguno de los gobernadores lo acompañó. Cobardes, oportunistas, traidores, Urquiza sabía con los bueyes que araba y no se hacía ilusiones al respecto. El hombre tenía la certeza de que caído Rosas, los gobernadores se iban a pasar en bloque a su causa y que los que gritaban más enardecidos en su contra, al otro día no sabrían qué hacer para quedar bien con el nuevo amo. Fue lo que hicieron. Como Perón, Urquiza era de los que creían que un buen rancho también se hace con excrementos.

La batalla de Caseros fue un paseo, con algunas ejecuciones innecesarias y ciertas crueldades que podían haberse evitado, particularmente los degüellos de Martiniano Chilavert y Martín Santa Coloma. Pero la batalla real que se abre al otro día es la que se da entre el poder de Buenos Aires y Urquiza. En efecto, quien durante la campaña del Ejército Grande fuera el héroe de los porteños, se transforma al otro día en el detestable sucesor de Rosas. Como dice Halperín Donghi, los porteños se olvidaron de que durante más de veinte años estuvieron cómodamente protegidos bajo los pliegues de la divisa punzó.

Rosas marcha al exilio en un barco inglés, pero los intereses que defendió el rosismo están intactos. Lo único que han hecho es cambiarse de bando: antes eran rojo punzó y ahora son celestes. Los parientes del dictador, sus socios y protegidos, los mismos que hasta un mes antes de Caseros competían en adulonería y obsecuencia, ahora estaban ocupados en despojar a Juan Manuel de sus estancias y en descubrir las bondades del liberalismo.

Por su parte, los jefes unitarios regresaban del exilio como si nada hubiera pasado. De esos unitarios podría haberse dicho lo mismo que en su momento se dijera de los viejos nostálgicos de la Corte de Versalles. “No olvidaron nada , no aprendieron nada”.

La campaña del Ejército Grande hay que entenderla como una campaña de las provincias del Litoral contra Buenos Aires. Algo parecido, con las diferencias del caso, a las campañas que en su momento hicieran López y Ramírez contra el poder del Directorio. O la que treinta años más tarde haría Roca. Y lo que se rebela contra Urquiza a las pocas horas de Caseros vuelve a ser el viejo poder de Buenos Aires, ahora reciclado en clave liberal.

Una vez más el interés del Puerto y de la Aduana es el que se impone y bajo su fresca y añeja sombra se cobijan rosistas y liberales. El héroe de ayer, es decir, Urquiza, es el dictador de hoy. El libertador del Ejército Grande amenaza con transformarse en el nuevo tirano de Palermo. “¿En qué consiste el liberalismo de los ricos?” se pregunta Urquiza, para responder en el acto: “En proscribir a los pobres”.

Durante más o menos diez años, el país estará dividido en dos facciones con sus respectivos territorios: la Confederación, liderada por Urquiza; y Buenos Aires, liderada por Alsina y Mitre. La lucidez política de Urquiza consistirá en entender que después de Caseros se abre un proceso irreversible hacia la Organización Nacional y la construcción del Estado. Cepeda demostrará que a Buenos Aires se lo puede derrotar en el campo de batalla; Pavón demostrará que esa victoria sobre Buenos Aires no alcanza para alterar los fundamentos del orden porteño. Urquiza no se escapa de Pavón por cobarde, por traidor o porque lo sobornan. Lo que entiende muy bien este hombre, que conoce como nadie los rigores del poder y los calcula con los números en la mano, es que la rebeldía contra Buenos Aires está saliendo muy cara y que es una rebeldía sin destino.

Después de Pavón, lo que hará será promocionar la unidad nacional aceptando la hegemonía porteña. En definitiva, lo que entiende es que el camino de la Organización Nacional es irreversible porque va acompañado de un modelo de acumulación económica que integra a la Argentina al mundo en el marco de una determinada división internacional del trabajo.

Después de Pavón, Urquiza no se retira de la vida pública. Lo que hace es disputar el poder político nacional en otro contexto institucional. En 1868 va pelear con uñas y dientes la presidencia de la Nación. Perderá frente a Sarmiento, pero lo que importa saber es que no renunciará a ser un protagonista de la política ni renunciará a su ideario federal; en todo caso, a lo que renuncia es a hacer política a través de las armas. Su realismo es descarnado, la causa del federalismo puede ser muy linda, muy heroica; los manifiestos de Peñaloza y Varela son conmovedores, pero él sabe que por la vía de las armas esa causa no tiene destino. ¿Existía otra posibilidad? ¿era factible transitar o explorar otro camino? A juzgar por los resultados de las rebeliones federales, no había margen para ensayar otras soluciones. Cuando la prensa porteña acuse a Urquiza de estar comprometido con las rebeliones del Chacho, su respuesta estará teñida de cierto tono irónico: “Mis enemigos hasta ahora me han acusado de las peores cosas, pero todavía no se les ha ocurrido acusarme de tonto porque saben muy bien que no lo soy...”.

El problema es que al aceptar las reglas de juego de los triunfadores, es necesario hacerse cargo de todas las consecuencias. La alianza con Buenos Aires implicaba mirar para otro lado cuando las tropas de Mitre ajusten cuentas con las disidencias del interior; esa alianza reclamaba hacerse cargo de la guerra con Paraguay y soportar las humillaciones de Basualdo y Toledo; o soportar, apretando los dientes y escuchando los reproches de sus hijos, los bombardeos a Paysandú.

Urquiza no ignoraba los costos que debía pagar por su decisión política, pero, según se mire, esa conducta puede ser más un motivo de elogio que de crítica, porque era consciente de los costos que estaba pagando y de los sacrificios que hacía en aras de aceptar una lógica que, tal como los hechos se encargaron de demostrar, era inexorable. Urquiza, como luego Mitre y más adelante Sarmiento, Avellaneda y Roca, tuvieron la virtud y el mérito de pagar costos personales y políticos elevadísimos por plantearse en serio la organización del Estado. Pudo haber sido un déspota y no lo fue; pudo haber intrigado para asegurarse la reelección en 1860 y no lo hizo; pudo haber sido el caos y prefirió ser el orden.

Su colaboradores mas íntimos no lo entendieron, ni siquiera sus hijos; pero desde Caseros en adelante, la razón estuvo casi siempre de su lado. Su propuesta era la de un orden político que superara al de los caudillos. Lo hacía con los instrumentos que tenía y conocía al dedillo. Sin duda que fue un hombre del poder, pero se propuso hacer algo más que acumular poder.

Realista y descarnado, podía participar de una tenida masónica y al otro día arrodillarse delante de la Virgen. En el fondo no creía demasiado ni en una causa ni en la otra, pero sabía que necesitaba de los masones y los clericales para consumar sus fines. Trabajó con tesón para construir una Nación que enterrara en el pasado las guerras civiles, la arbitrariedad y la ceguera localista de los caudillos y los degolladores. Con sus actos se negaba a sí mismo y era consciente de ello. Tal vez por esa razón enfrentó a la muerte con los ojos abiertos.