De “Agua viva”

 
 

Por Clarice Lispector

Es con una alegría tan profunda. Es un tal aleluya. Aleluya, grito yo, aleluya que se funde con el más oscuro aullido humano de dolor por la separación pero es grito de felicidad diabólica. Porque ya nadie me atrapa más. Continúo con capacidad de raciocinio -he estudiado matemática, que es la locura del raciocinio- pero ahora quiero el plasma -quiero alimentarme directamente de la placenta. Tengo un poco de miedo: miedo todavía de entregarme pues el próximo instante es lo desconocido. ¿El próximo instante es hecho por mí? Lo hacemos juntos con la respiración: y con una desenvoltura de torero en la arena.

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Ésta es la vida vista por la vida. Puedo no tener sentido pero es la misma falta de sentido que tiene la vena que late.

Quiero escribirte como quien aprende. Fotografío cada instante. Ahondo en las palabras como si pintara, más que un objeto, su sombra. No quiero preguntar por qué, se puede preguntar siempre por qué y siempre continuar sin respuesta: ¿lograré entregarme al expectante silencio que sigue a una pregunta sin respuesta? Aunque adivine que en algún lugar o en algún tiempo existe la gran respuesta para mí.

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Para rehacerme y rehacerte vuelvo a mi estado de jardín y sombra, realidad fresca, apenas existo y si existo es con cuidado delicado. Alrededor de la sombra hace un calor de sudor abundante. Estoy viva. Pero siento que todavía no llegué a mis límites, ¿fronteras con qué? Sin fronteras, la aventura da libertad peligrosa. Pero arriesgo, vivo arriesgando. Estoy llena de acacias que se balancean, amarillas, y yo que apenas he comenzado mi jornada, comienzo con un sentido de tragedia, adivinando hacia qué océano perdido van mis pasos de vida. Y locamente me apodero de los desvanes de mí, mis desvaríos me asfixian de tanta belleza. Soy antes, soy casi, soy nunca. Y todo eso gané al dejar de amarte.

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Entonces escribir es el modo de quien tiene a la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no palabra -la entrelínea- muerde la carnada, alguna cosa ha sido escrita. Una vez que se pescó la entrelínea, se podría con alivio desechar la palabra. Pero ahí cesa la analogía: la no palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es escribir distraídamente.

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Escucha: yo te dejo ser; entonces: déjame ser.

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Y soy embelesada por mis fantasmas, por lo que es mítico, fantástico y gigantesco: la vida es sobrenatural. Y camino sosteniendo un paraguas abierto sobre la cuerda tensa. Camino hasta el límite de mi sueño grande. Veo la furia de los impulsos viscerales: vísceras torturadas me guían. No me gusta lo que acabo de escribir —pero estoy obligada a aceptar el trecho porque todo él me ocurrió. Y respeto mucho lo que yo me ocurro. Mi esencia es inconsciente de sí misma y es por eso que ciegamente me obedezco.

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Voy a hacerte una confesión: estoy un poco asustada. Es que no sé adónde me llevará esta libertad mía. No es arbitraria ni libertina. Pero ando suelta.

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Quiero morir con vida. Juro que sólo moriré aprovechando hasta el último instante. Hay una plegaria profunda en mí que no sé cuándo va a nacer. Me gustaría tanto morir de salud. Como quien explota. Éclate es mejor: j’éclate. Mientras tanto hay el diálogo contigo. Después será un monólogo. Después el silencio. Sé que habrá una orden.

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Nunca se me ocurriría tener una lechuza, aunque las haya pintado en las grutas. Pero un “ella” encontró en el suelo en la mata de Santa Teresa un pichón de lechuza solo que necesitaba una madre. Se lo llevó a su casa. Lo acurrucó. Lo alimentó y le daba murmullos y terminó descubriendo que a él le gustaba la carne cruda. Cuando se hizo fuerte era esperable que huyera inmediatamente pero demoró en ir en busca de su propio destino que sería el de reunirse con los de su raza loca: es que se había encariñado, esa diabólica ave, a la joven. Hasta que en un arranque —como si estuviera en lucha consigo mismo— se liberó con el vuelo hacia la profundidad del mundo.

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Conozco la historia de una rosa. ¿Te parece extraño que hable de rosas cuando estoy ocupándome de animales? Pero ella actuó de un modo tal que recuerda los misterios animales. Cada dos días yo compraba una rosa y la colocaba en el agua dentro del florero hecho especialmente para abrigar el largo tallo de una sola flor. Cada dos días la rosa se marchitaba y yo la cambiaba por otra. Hasta que hubo una rosa particular. De color rosa sin colorante o injerto y sin embargo del más vivo rosa por la naturaleza misma. Su belleza ensanchaba el corazón en amplitudes. Parecía tan orgullosa de la turbidez de su corola toda abierta y de los propios pétalos que era con altivez que se mantenía casi erecta. Porque no se quedaba totalmente erecta: con gracia se inclinaba sobre el tallo que era fino y quebradizo. Una relación íntima se estableció intensamente entre la flor y yo: yo la admiraba y ella parecía sentirse admirada. Y tan gloriosa quedó en su asombro y con tanto amor era observada que pasaban los días y ella no se marchitaba: seguía con su corola toda abierta y túmida, fresca como flor nacida. Duró en belleza y vida una semana entera. Sólo después comenzó a dar muestras de algún cansancio. Después murió. Fue con reluctancia que la cambié por otra. Y nunca la olvidé. Lo extraño es que la empleada me preguntó un día a quemarropa: “¿Y aquella rosa?”. Ni pregunté cuál; yo sabía. Esta rosa que vivió por amor largamente dado era recordada porque la mujer había visto el modo en que yo miraba la flor y le transmitía en ondas mi energía. Había intuido ciegamente que algo sucedía entre la rosa y yo. Ésta —me dio deseos de llamarla “joya de la vida”, pues me gusta mucho darles nombres a las cosas— tenía tanto instinto de naturaleza que yo y ella habíamos podido vivirnos una a la otra profundamente como sólo ocurre entre un animal y un hombre.

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Para escribirte antes me perfumo toda.

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Miráme y ámame. No: tú miras hacia ti y te amas. Es lo correcto.

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Clarice Lispector.

 

De “Agua viva”

Obra de Renata Schussheim.

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Clarice Lispector retratada por Giorgio de Chirico.