Editorial

El problema de los “trapitos”

Para muchos argentinos la presencia del ex Beatle, Paul McCartney, fue una verdadera celebración mítica. Se trataba de escuchar en vivo y en directo a uno de los sobrevivientes del legendario cuarteto de Liverpool que revolucionó a la juventud en los sesenta, al punto que para más de un historiador esa década lleva el nombre de los Beatles.

La cancha de River, el célebre estadio monumental se vio colmado por un público heterogéneo donde los adolescentes se confundían con sus padres y, en algunos casos, sus abuelos, todos convocados por la magia del mito. Sin embargo, la fiesta tuvo su costado oscuro, un problema reiterado que las autoridades tienen que afrontar de una vez por todas. Se trata de los llamados “trapitos” que en connivencia con barrabravas se dedicaron a revender entradas y a “cuidar” vehículos llegando a cobrar por un lugar de estacionamiento alrededor de cien pesos.

Después de una reacción que mereció el apoyo de la mayoría, el negocio de los “trapitos” volvió a florecer en un clima de violencia moral y chantaje dinerario. De más está decir que lo sucedido en la ciudad de Buenos Aires se reproduce en previsibles proporciones en ciudades del interior, incluida Santa Fe. En todos los casos los denominados “trapitos” ejercen una suerte de extorsión sobre los automovilistas y practican diferentes formas de presión que van de la amenaza velada al insulto grosero y, no pocas veces, ataques a los rodados, todo ello ante la pasividad de las autoridades que siempre encuentran un pretexto para no intervenir.

En el caso de la ciudad de Buenos Aires, bandas de facinerosos llegaron a enfrentarse a tiros por la disputa del singular botín. Según las crónicas, durante algunas horas el barrio de Núñez -en el que se encuentra la cancha de River- se transformó en un escenario del Lejano Oeste. Los vecinos cerraron las puertas de sus casas y, como ocurre en estos casos, los últimos que llegaron a la escena fueron los policías.

La “mala conciencia” humanista se extiende como un manto protector para justificar la existencia de estas mafias. Sus argumentos se relacionan con una supuesta ayuda a los más débiles a través de la limosna humanitaria. Así, la virtud de la caridad se transforma en una coartada para legitimar extorsiones y actos violentos de quienes han encontrado en el apriete un camino ilegal para generar ingresos.

Los “trapitos” se presentan ante la sociedad como trabajadores informales que cumplen un servicio por el que reclaman una remuneración. El servicio como tal no existe, al punto que en más de un caso a automovilistas les han robado autos frente a las narices de los presuntos cuidacoches. Puede que algunos desvalidos realmente recurran a esta tarea para atender sus necesidades básicas, pero es necesario centrar el problema y exigir del Estado la asistencia de los excluidos. Es necesario terminar con un rebusque que los condena a la mendicidad crónica y sobrecarga a la ciudadanía con un impuesto fáctico.