Crónica política

Entre la farsa y la verdad

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La muerte de Kirchner volvió a agudizar las divisiones entre los argentinos. Foto: Archivo El Litoral

Por Rogelio Alaniz

 

“La Argentina es un país cortado en dos”. José Mujica.

Los desencuentros políticos en la Argentina han dado lugar a numerosos tratados de literatura política que por lo general no han hecho otra cosa que profundizarlos. En cualquier país es previsible que existan diferencias, que las refriegas políticas sean ásperas, pero lo que nos singulariza es la evaluación antagónica de un mismo fenómeno político por parte de quienes dicen defender los mismos valores. Me explico. En Estados Unidos, por ejemplo, es previsible que los conservadores lo consideren a Obama una calamidad y los progresistas supongan que es la encarnación efectiva de las causas justas. En esa defensa o en esa crítica puede haber matices, pero en lo fundamental los alineamientos son claros.

Los ejemplos en ese sentido pueden extenderse a cualquier país del mundo, menos a la Argentina. Por razones que historiadores y politólogos no terminan de definir este tipo de alineamientos en la Argentina no se produce. Los populistas decían que esto ocurría porque somos un país dependiente o colonial con una intelectualidad que mira a Europa y le da la espalda a la realidad nacional. Con las diferencias del caso, ése fue el argumento preferido de la izquierda nacional: por una extraña combinación biológica y cultural los intelectuales de izquierda estaban incapacitados para entender al pueblo, salvo los de la izquierda nacional que disponían de la clave secreta que les permitía acceder al alma popular. ¿Por qué esto ocurría solamente en la Argentina y no en otros países?, era una pregunta a la que no se respondía y en algunos casos ni siquiera se formulaba.

La reciente muerte de Kirchner vuelve a instalar en un nivel menos intenso esta suerte de contradicción. Para un sector de la intelectualidad política Kirchner es un héroe, un mártir, un luchador social, un abanderado de las causas justas, mientras que para otro sector es exactamente lo opuesto: un corrupto, un cínico, un autoritario, un responsable del atraso económico y la degradación institucional. Las diferencias de valoración no son de matices -lo que sería previsible- sino de contenidos.

Lo que se dice sobre Kirchner vale también para Cristina. Para la corriente “nacional y popular” del peronismo, se trata de una luchadora social, una nueva abanderada de los humildes, la expresión real de una política de cambio en una Argentina humillada por el discurso neoliberal. Para sus opositores, es desde una multimillonaria a una inepta o, como me dijera una dirigente de la oposición, “simple y llanamente una pobre mujer”.

¿Cómo puede ser posible tanta confusión, tanta ambigüedad entre personas que adhieren a los mismos valores, las mismas categorías teóricas? ¿Unos son santos y los otros pecadores? No me convence. ¿Unos son lúcidos y los otros están alienados? ¿Unos disfrutan del privilegio de ver más claro mientras que los otros se han quedado prisioneros en las redes de la ideología? Tampoco me convence.

Lo que ahora ocurre con Kirchner no es nuevo. A su manera y en otro escenario político pasó algo parecido en 1945 con Perón y Evita. Para la izquierda y los liberales progresistas, Perón era un nazi, un discípulo aventajado de Mussolini, un militar golpista y represor, un representante de la fracción más agresiva de las fuerzas armadas y el clero y, además, un mediocre y detestable aventurero político. Para los denominados intelectuales “nacionales” que provenían de Forja y de ciertas corrientes del socialismo, Perón era la encarnación de la verdadera revolución nacional. Los “nacionales” le reprochaban a los “liberales” su alienación teórica, su incapacidad para entender al país real; los “liberales” reprochaban al incipiente peronismo de entonces la adhesión a un militar fascista, a un vulgar demagogo.

Del 17 de octubre de 1945 Scalabrini Ortiz dijo: “Era el subsuelo de la patria sublevado”. Muy lindo. Milcíades Peña desde la izquierda califica a esa fecha como una “asonada lumpen policial financiada por el Buenos Aires Herald”. Evita fue la abanderada de los humildes y en más de un caso estuvo instalada como mito a la izquierda de Perón, mientras que en el diario La Protesta los anarquistas la calificaban de prostituta y aventurera, una suerte de Eva Braun criolla.

Pasaron sesenta, setenta años y esas contradicciones que yo califico de culturales porque van más allá de la política, no han podido resolverse. Por el contrario, se reflotan en cada encrucijada histórica. Ayer fue Perón hoy es Kirchner. No se me escapan las diferencias entre uno y otro, pero tampoco subestimo las coincidencias. ¿Los “nacionales populares” ven lo que los “liberales progresistas” no quieren ver? ¿Disponen ellos de una sensibilidad social que les permite distinguir las causas populares ocultas en la polvareda de la historia? ¿Los liberales progresistas lo son de la boca para afuera porque en realidad su progresismo no es más que un maquillaje que disimula su identificación profunda con las clases dominantes? Por el contrario, ¿los “nacionales populares” son idiotas útiles que siempre terminan haciéndole el juego a los fascistas de turno y su destino histórico es concluir expulsados de la plaza por el líder que aman?

Los interrogantes pueden ampliarse, pero en todos los casos lo que queda claro es la naturaleza irreductible del desencuentro. Demás está decir que en este debate no soy neutral. Por tradición histórica, por decisión política e intelectual siempre he estado identificado con la causa “liberal progresista”, hasta cuando estaba en la izquierda. Como me dijera un amigo peronista. “Gorila fuiste siempre”. Con Palacios, con Martínez Estrada o Borges, con Milicíades Peña o Ghioldi. La identidad es más cultural que política y marca un campo de disidencia con el populismo en todos los terrenos. El desencuentro es con un líder, pero es también con una interpretación de la historia, una sensibilidad para entender el arte y una aptitud intelectual para interpretar la complejidad de lo real.

No tengo respuestas precisas para explicar la persistencia de estos desencuentros, pero tengo conciencia de su existencia y de que en algo unos y otros estamos equivocados como para que esta diferencia sobreviva a través de los años. Conversando con un amigo peronista, yo admitía que si hubiera vivido en 1945 seguramente habría votado a la Unión Democrática. No necesitaba desafiar las leyes de la naturaleza para admitir esa verdad. Sabiendo lo que pienso de la naturaleza humana, de la sociedad y del orden político, no creo ser un adivino si digo que jamás hubiera aceptado a Perón y que mi voto habría sido para Tamborini y Mosca.

Por supuesto que hubiera deseado mejores candidatos, posiciones más claras en algunos temas, eludir errores fatales como el de quedar entrampado en la antinomia “Braden o Perón”, pero así y todo no habría dudado en emitir el voto a la coalición liberal progresista, no porque la creyera políticamente perfecta sino porque allí estaba el universo de ideas, tradiciones y certezas que compartía.

Leyendo textos de historia me queda claro que para los antiperonistas de aquellos años, Perón era el titular de la dictadura militar que había irrumpido el 4 de junio de 1943, el que había intervenido los sindicatos, encarcelado a los dirigentes políticos, entregado las universidades a la derecha integrista y clerical, clausurado diarios y revistas. En lo personal creo que para este sector Perón era un farsante, un demagogo inescrupuloso que defendía valores en los que no creía. El coronel se presentaba como la alternativa al régimen conservador de los años treinta cuando él había sido un protagonista privilegiado de ese régimen; atacaba a los socialistas por haber apoyado el golpe de 1930, pero el que aparecía en las fotos con Uriburu era él. Se presentaba como un defensor del voto de la mujer y la colocaba a su esposa como abanderada de esa causa, cuando en realidad las que habían luchado y padecido cárceles por defender el voto femenino eran, por ejemplo, Victoria Ocampo y Alicia Moreau de Justo, en una época en la que la militancia de Eva consistía en salir en las tapas de la revista Antena.

La idea del aventurero, del político que se apropia de causas en las que no cree, es una certeza de los liberales progresistas a la hora de evaluar a Perón y al peronismo. ¿Perón era socialista? ¿Menem fue liberal? ¿Kirchner es de izquierda y defiende los derechos humanos? ¿Moyano o Pichetto creen en el casamiento igualitario? Verdad o mentira, lo cierto es que la idea del farsante está siempre presente a la hora de evaluar a los jefes del peronismo.

Esas contradicciones que califico de culturales porque van más allá de la política, no han podido resolverse. Por el contrario, se reflotan en cada encrucijada histórica. Ayer fue Perón, hoy es Kirchner.


En cualquier país es previsible que existan diferencias. Pero lo que nos hace singulares a los argentinos es la evaluación antagónica de un mismo fenómeno político por parte de quienes dicen defender los mismos valores.