Tribuna de opinión

Racismo y otros males

Dr. Carlos Rodríguez Mansilla

Los fundamentos teóricos y pseudocientíficos del racismo, son un producto del siglo XIX y de su antecedente, la Revolución Francesa. El iluminismo racionalista consagrado en la Revolución Francesa de 1789, llevó a la exaltación de las ciencias llamadas “positivas”, considerándolas el cenit del conocimiento y la única verdad.

De allí que en el siglo XIX, surgieran los dogmáticos fundamentalistas del cientificismo, que afirmaban que nada serio había fuera de la ciencia. Toda la realidad debía resumirse e interpretarse en ciencias positivas, es decir materialistas, dejando de lado la teología, la filosofía y la metafísica.

El hombre no escapaba a esa concepción, que ponía bajo la lupa a animales y plantas, a rocas y metales. El hombre, despojado por estas teorías de su condición de hijo de Dios, hecho a su imagen y semejanza, quedaba reducido a una cosa, que podía y debía estudiarse y explicarse con un microscopio, con una regla o una balanza.

En ese marco de ideas, el conde Joseph Arthur de Gobineau, publica en 1855 su libro “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”, en el que sostiene la superioridad de la raza aria o indoeuropea, y que dentro de esta, la pureza se encuentra en los germanos que habitan Francia, Bélgica y Gran Bretaña. Por cierto, Gobineau era francés, de modo que en su teoría se autoexaltaba.

Afirmaba el conde que la decadencia de las razas superiores se producía cuando permitían el mestizaje con pueblos de raza inferior. Los argumentos esgrimidos eran pesudocientíficos y biologistas, plagados de inexactitudes y hasta faltos de sustento histórico, pero se difundieron en el mundo intelectual.

El antisemitismo

Una de las consecuencias de las teorías de Gobineau fue el antisemitismo, llevado a ese nivel pseudocientífico. Sem en hebreo significa “nombre”, y así se llamaba uno de los hijos de Noé, hermano de Cam y de Jafet. Por derivación, habría pueblos semitas, camitas y jaféticos.

Semitas serían los hebreos, los árabes y los fenicios. Camitas los negros, y jaféticos los indoeuropeos (persas, griegos, romanos, germanos). Por cierto, cuesta trabajo encuadrar a todos los pueblos de la humanidad en este esquema simplista.

Pero el antisemitismo, como teoría racista, centra su ataque en los judíos. Dice Gobineau: “La nación judía, a despecho de lo que ella haya pretendido, no poseyó nunca, lo mismo que los fenicios, una civilización propia. Se limitó a seguir los ejemplos llegados de la Mesopotamia impregnándoles algo de sabor egipcio”. Su contemporáneo Goethe afirmó: “El pueblo judío posee muy pocas de las virtudes y casi todos los vicios de los demás pueblos”.

Estas afirmaciones dogmáticas, cargadas de irracionalidad so pretexto de teoría científica racionalista, no resisten el análisis ni la sana crítica. Bastaría recordar que el rey Salomón escribía el “Cantar de los cantares” nueve siglos antes de que César encontrara en la actual Francia y Bélgica a bárbaros que se pintarrajeaban la cara y habitaban en chozas: los galos, que no conocían la escritura.

Discípulo de Gobineau fue Alfred Rosemberg, quien plasmó sus teorías racistas en la obra “El mito del siglo XX”. Perteneciente a sociedades secretas esotéricas, Rosemberg fue nombrado ministro de los Territorios Ocupados del Este del Tercer Reich en 1941. Fue el responsable de la deportación y muerte de millones de seres humanos, considerados “inferiores”. Así, los ucranianos que recibieron a los alemanes como libertadores del yugo stalinista, fueron tratados como “subhumanos” por Rosemberg.

La hora 25

En su novela “La hora 25” Virgil Gheorghiu describe cómo un oficial de la SS somete a una prueba de “arianismo” a un rumano, colocando un troquel en su frente, nariz, boca y mentón, midiendo su cráneo dolicocéfalo y sus orejas. En suma, la descripción de este delirio pseudocientífico llevado tristemente a la práctica.

La pureza racial no existe. ¿Qué fueron los romanos, sino la mezcla de etruscos, sabinos, latinos, griegos y luego la fusión con los pueblos germánicos? El racismo, el antisemitismo, son patologías, son enfermedades del espíritu.

Para quienes profesamos el catolicismo, los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe, al decir acertado de Juan Pablo II. Judío fue Jesús de Nazareth, y su madre, María, doncella descendiente de la casa del rey David. Judíos fueron los discípulos y los apóstoles de Jesús, y Pedro, la piedra sobre la que se edificó la Iglesia. Y Pablo, el que predicó a los gentiles.

Los españoles llegados a estas tierras, de quienes muchos descendemos, católicos ellos, tenían apellidos sefaradíes. Francisco Franco también lo tenía. Y salvó a más de 60.000 judíos del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial, como lo sostiene el rabino Chaim Lipchitz en la revista Newsweek de febrero de 1970: “ Tengo pruebas de que el jefe del Estado español, Francisco Franco, salvó a más de 60.000 judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Ya va a ser hora de que alguien dé las gracias a Franco por ello”. Lo mismo dijo el periódico The American Sephardi, en 1975. Por eso el nombre de Franco está en el Libro de la Vida, en Israel, y cada 20 de noviembre se reza un responso por él en las sinagogas de EE.UU.

Un país de hermanos

La Argentina no puede ni debe padecer las lacras del racismo y el antisemitismo. Somos un país de mestizaje, en el que, afortunadamente, han mezclado su sangre diferentes pueblos, para constituir una Nación. Todos, o casi todos los argentinos tenemos algo de indio. Perón, por ejemplo. Ese Perón que en 1953 le entregó personalmente al Dr. Enrique Dickman, judío nacido en Letonia y enamorado de su país de adopción, el nuestro, la medalla de oro al mérito por mejor promedio que le había negado la Facultad de Medicina de Buenos Aires en 1904.

El mismo Perón apoyó decididamente la carrera del máximo ajedrecista argentino, el maestro Miguel Najdorf, judío nacido en Polonia, quien le dedicaba sus triunfos y lo visitaba luego en su exilio de Madrid.

Bastaría recordar, para rechazar cualquier expresión antisemita como las que a veces vemos en los denominados “escraches” de encapuchados, que millones de niños argentinos fueron salvados de la polio gracias a las vacunas descubiertas por dos científicos judíos: Jonás Salk y Albert Sabin.

No podemos permitir que nada divida a los argentinos. Somos una sola cosa, amalgamada en el tiempo y que anhela un futuro de grandeza, con paz y prosperidad. El nuestro es un país grande que quiere y debe ser un gran país. Pero para ello, debemos ser un país de hermanos. Lo demás, vendrá por añadidura.

La pureza racial no existe. ¿Qué fueron los romanos, sino la mezcla de etruscos, sabinos, latinos, griegos y luego la fusión con los pueblos germánicos?

No podemos permitir que nada divida a los argentinos. Somos una sola cosa, amalgamada en el tiempo y que anhela un futuro de grandeza, con paz y prosperidad.