Conchita Piquer

Todo el aire andaluz

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La reina de la tonadilla en su época de esplendor. Foto: Archivo El Litoral

Ana María Zancada

Se llamaba Concepción López Piquer y revolucionó la canción andaluza. La fama la bautizó Conchita Piquer y con ese nombre conoció los halagos del público a ambos lados del océano. Es considerada la primera tonadillera que traspasó los límites de una España que la mimó y la consagró.

Supo de los aplausos desde muy pequeña. Su vida comenzó en la tierra de los azahares y las palmeras, en Valencia, un 8 de diciembre de 1908. Su hogar fue humilde, hija de albañil y modista, pero nunca faltaron la alegría ni las canciones de la madre, que ella repetía con gracia y picardía. A los 11 años comenzó a transitar los escenarios y, a partir de allí, el espectáculo fue su hogar y su inspiración.

El garbo y los duendes de España revivían en su voz y su manera de desplazarse en escena. Su mundo era ése, sin duda. Contratada por el maestro valenciano Manuel Penella, marchó con su madre a una gira por Norteamérica y varias ciudades centroamericanas, lo que sirvió para afianzar su estilo. Luego de doce años, reapareció en Madrid, dueña ya de un ángel propio. Su repertorio iba desde un charleston hasta una canción de marcado ritmo oriental, desde la zarzuela hasta un pasodoble.

El perfil

Triunfó en Barcelona, donde conoció al torero Antonio Márquez, el Belmonte rubio, como le llamaban, con quien se casó. Pero es a partir de su encuentro con el poeta sevillano Rafael de León que la cantante encontró su verdadero perfil. De León le dedicó las letras de sus mejores poemas, que fueron interpretados magistralmente por la artista. Así se instalan en el gusto del público que los consagró: “Ojos verdes”, “Lola la Petenera”, “Y sin embargo te quiero”, “Tatuaje”, “La Parrala”, “La Lirio”, “No te mires en el río”.

El éxito fue arrollador. Conchita Piquer era la reina de la tonadilla. Su voz bien timbrada, sensual, la larga cola de sus vestidos, el manejo perfecto de los grandes mantones que como alas de mariposa multicolor la acompañaban, crearon el clima adecuado para hacer de ella una figura mítica sobre el escenario.

Conoció y disfrutó de la fama y el cariño del público durante muchos años en que entregó su vida y su corazón a ese público que la adoraba. Durante más de diez años, disfrutó los sabores del éxito con presentaciones a sala llena.

Mientras tanto, también incursionaba en el cine. En 1927, había hecho “El negro que tenía el alma blanca”, el mismo que luego tomaría Hugo del Carril en 1951. En esa oportunidad, la estrella fue dirigida por Benito Peroja. En la década del ‘40, filmó en Buenos Aires junto a Luis Sandrini “Me casé con una estrella”, dirigida por Luis César Amadori. Previamente, había protagonizado uno de sus films más conocidos, “La Dolores”. Pero, en realidad, sus trabajos en el cine, en total siete, nunca alcanzaron el brillo de los escenarios. Su filmografía culmina con “Clarines y campanas”, pero, unos años después, su inconfundible estilo se dejó oír en “Canciones para después de la guerra”, donde interpreta como sólo ella sabía hacerlo la inolvidable “Tatuaje”: “Mira tu nombre tatuado/ en la caricia de mi piel./ A fuego lento lo ha marcado/ y para siempre iré con él./ Quizá ya tú me has olvidado,/ en cambio yo no te olvidé/ y hasta que no te haya encontrado/ sin descanso te buscaré”.

Su retiro se produjo en 1958, cuando, a raíz de una faringitis mal curada, le falló la voz. Nunca más retornó al mundo del espectáculo viviendo en Madrid en compañía de su esposo y de su hija, Concha Márquez Piquer, que, a pesar de intentar seguir sus pasos, nunca alcanzó el brillo de la madre.

Conchita Piquer falleció en su departamento de La Gran Vía, en Madrid, el 11 de diciembre de 1990. A pedido suyo se la vistió con uno de los coloridos trajes que con tanto garbo lucía cuando la caricia de los aplausos enmarcaba sus días de gloria.