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“Una vida”

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Simone Veil en las puertas de Auschwitz. “¿Qué hubiera sido de los millones de niños que fueron asesinados aquí o en otros campos de exterminio? ¿Acaso hubiesen sido filósofos, artistas, grandes sabios o simplemente hábiles artesanos, madres de familia? Sólo sé que lloro cada vez que pienso en ellos y que nunca podré olvidarlos”.

Simone Veil toma prestado el título de la mejor novela del gran cuentista Guy de Maupassant para contar Una vida signada por el holocausto, el compromiso social y la lucha contra la intolerancia y la discriminación. Nacida en Niza, en 1927, en 1944 fue llevada a Auschwitz, de cuyo campo de concentración pudo milagrosamente sobrevivir, milagro que no tocó en suerte ni a sus padres ni a un hermano (apenas unas dos mil personas lograron salvarse de los 78 mil judíos franceses deportados).

Precisamente “El infierno” se titula el capítulo en que Veil cuenta su espantosa estadía en el campo de concentración.”Pese a todo nos terminamos acostumbrando al ambiente siniestro que reinaba en el campo, a la pestilencia de los cuerpos quemados, al humo que oscurecía permanentemente el cielo, al barro omnipresente, a la humedad penetrate de los pantanos. Cuando uno visita el lugar hoy, a pesar del decorado de barracas, miradores y alambrados, ya no queda nada de lo que hacía que Auschwitz fuese Auschwitz. No se puede ver lo que ocurrió en esos lugares, no se puede imaginar. Nada se puede comparar con el exterminio de millones de seres humanos llevados allí desde todos los rincones de Europa. Para nosotras, las chicas de Birkenau, fue quizá la llegada de los húngaros lo que nos dio la pauta de la pesadilla en la que estábamos atrapadas. La industria de la muerte alcanzó entonces su pico: más de cuatrocientas mil personas fueron exterminadas en tres meses. Unidades enteras habían sido liberadas para recibir a los prisioneros, pero la mayoría fueron gaseados de inmediato. Para eso habíamos trabajado nosotras, para prolongar la rampa desde el interior del campo, hasta las cámaras de gas. Desde principios de mayo, los trenes cargados con los deportados húngaros llegaban uno tras otro, tanto de noche como de día, llenos de hombres, mujeres, niños y ancianos. Yo asistía a su llegada porque vivía en una unidad que estaba muy cerca de la rampa. Veía centenares de personas miserables bajando del tren, tan aterrados y despojados de todo como nosotros unas semanas antes. La mayoría eran directamente gaseados...”, leemos, entre otros pasajes escalofriantes.

Finalmente llegan los aliados: “Habíamos sido liberadas pero todavía no éramos libres. Apenas ingresaron en el campo, los ingleses se espantaron lo que iban descubriendo: masas de cadáveres apilados los unos sobre los otros, y que eran arrojados por esqueletos vivos dentro de las fosas. Los riesgos de epidemia aumentaban aun más este apocalipsis. El campo fue puesto inmediatamente en cuarentena...”.

“Hablar de la Shoah y cómo; o no hablar y por qué. Ésa es la eterna cuestión”, escribe más adelante Veil. “A algunos les causa horror evocarlo. Otros necesitan hablar. Pero todos viven con ello”.

Y cuando comienza a estudiar, a rehacer su vida, a comprometerse política y socialmente: “En el fondo, mi primera experiencia política fue el rechazo al comunismo. Ese rechazo no provenía, como en el caso de otros, de una tradición familiar. Salvo mi padre, el resto de mi entorno tendía a ubicarse a la izquierda... Cuando volví de los campos tomé conciencia del sectarismo estanilista. Me parecía insoportable y así me sigue pareciendo”.

Se casa con Antoine Veil, tiene tres hijos, se recibió de abogada e inició una carrera en la Justicia. En 1974 llegó a ser ministra de Sanidad y Seguridad Social, logrando modernizar la estructura hospitalaria y la despenalización del aborto, cargo que volvió a ocupar en 1993. Desde 1998 es miembro del Consejo Constitucional de Francia, y desde 2001 presidenta de la Fundación para la Memoria de la Shoah. Este año fue nombrada integrante de la Academia Francesa. De todo este periplo Veil da testimonio en Una vida, que acaba de publicar Capital Intelectual.