La vuelta al mundo

Diplomacia y genocidio armenio

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Cristina Kirchner saluda a Erdogan durante su reciente visita a Turquía.

Foto: efe

Rogelio Alaniz

No deja de llamar la atención que la presidente Cristina Kirchner, quien insiste en presentarse como una abanderada de los derechos humanos, se reúna con el primer ministro turco y de hecho garantice que la Argentina oficialmente no va a decir una palabra acerca del genocidio armenio. Como se recordará, hace unas semanas el señor Erdogan suspendió la visita a Buenos Aires porque el jefe de gobierno de esa ciudad, Mauricio Macri, manifestó su desacuerdo público al proyecto de levantar un busto a Mustafá Kemal Atatürk, héroe nacional turco y uno de los responsables de la masacre de alrededor de un millón y medio de armenios.

Fue precisamente la comunidad arrmenia de Buenos Aires la que puso el grito en el cielo cuando se enteraron de los homenajes que pensaban ofrendarle a Atatürk. La reacción de la comunidad fue comprensible y no es muy diferente a la que habría tenido la comunidad judía si se proyectara levantarle una estatua a Hitler.

Si bien las razones diplomáticas tienen su propia lógica y el gobierno turco no acepta autocriticarse por lo que hicieron sus antepasados hace noventa años, y tampoco consiente que los países que pretendan mantener relaciones diplomáticas y comerciales con ellos mencionen la palabra “genocidio”, no deja de sorprender que un gobernante, supuestamente de derecha como Macri, honre a los armenios, mientras que un gobierno calificado como progresista por sus epígonos no diga una palabra al respecto.

De todos modos, el consenso entre historiadores y políticos respecto de la masacre perpetrada por los turcos en las dos primeras décadas del siglo veinte contra los armenios, es casi absoluta. Si bien en la actualidad los turcos alegan que lo sucedido fue la consecuencia de una guerra y que la población armenia de entonces tuvo su cuota de responsabilidad por lo sucedido, nunca termina de explicarse satisfactoriamente por qué hubo un millón y medio de muertos por un lado, mientras que por el otro la cifra es significativamente menor.

Los argumentos turcos para eludir la imputación de genocidio son cínicos y hasta podría decirse que ridículos si no fueran siniestros. En principio, corresponde recordar que las autoridades políticas del imperio otomano no necesitaron de la Primera Guerra Mundial para perpetrar las masacres, porque las iniciaron antes de la guerra y las continuaron después. Las principales víctimas fueron los armenios, pero el exterminio alcanzó a los griegos del Ponto y los asirios.

Para la Primera Guerra Mundial el concepto de genocidio no estaba institucionalizado. Que la palabra no estuviera incorporada al lenguaje político, no quiere decir que el acto como tal no haya existido. Tampoco existía esta palabra cuando Hitler decidió exterminar a los judíos y hoy nadie pone en duda que allí hubo un genocidio. Formalmente recién en 1948 las Naciones Unidas definen el concepto de genocidio: “Acto cometido con el propósito de destruir en parte o en su totalidad a una nación, etnia, raza o grupo religiosos”.

La definición se ajusta perfectamente al caso armenio. La masacre fue perpetrada por un estado nacional que dispuso de los instrumentos de extermino necesarios para cumplir racional y metódicamente con sus fines. La orden de exterminio incluyó asesinatos en masa y deportaciones en las que el hambre provocó la muerte de cientos de miles de personas.

El pueblo armenio no fue ultimado por rebelarse, más allá de que algunos intentaron hacerlo. Fueron ultimados por ser armenios y por eso la muerte incluyó a niños, ancianos y mujeres. Tan feroz, tan sanguinarios fueron los procesos represivos que quienes luego denunciaron el operativo fueron las naciones aliadas de Turquía en la guerra y, muy en particular, muchos oficiales alemanes escandalizados por la existencia de 25 campos de concentración.

A quienes insisten en afirmar que todo se debió a la situación creada por la Primera Guerra Mundial, hay que recordarles que a fines del siglo XIX el emperador turco Hamid II inició las persecuciones. El pretexto era la supuesta intención armenia de independizarse y crear un estado nacional, objetivo que, dicho sea de paso, era legítimo para el pueblo armenio. Pero las razones de fondo fueron religiosas y políticas.

La otra masacre importante anterior a la guerra ocurrió en 1909 en la provincia de Adara después de que “Los jóvenes turcos” derrocaron al emperador. Las causas que justificaban las masacres fueron siempre las mismas: homogeneidad racial, delirios de grandeza nacional y fanatismo religioso. Cuando se inició la Primera Guerra Mundial y el imperio otomano se alió con Alemania y el imperio Austro húngaro, el principal frente de batalla se abrió con Rusia. Las acciones bélicas comenzaron en octubre de 1914. A principios de 1915 los turcos fueron derrotados por las tropas del Zar en la batalla de Sarikamis y en ese contexto los armenios -que mantenían con los rusos relaciones ambiguas- creyeron que había llegado el momento de liberase de la opresión turca.

Se supone que la llamada “República de Van” se levantó con el apoyo de los rusos. Confirmando o no esta intención, lo cierto es que la respuesta represiva del gobierno turco fue brutal. El 24 de abril -fecha que en la actualidad evoca el genocidio-, fueron detenidos y ejecutados en la ciudad de Estambul alrededor de 250 intelectuales armenios. A ello se le sumó la masacre selectiva de soldados armenios que habían sido en su momento incorporados al ejercito turco. Y, finalmente, la deportación de la población hacia Siria. La última masacre se perpetró entre 1920 y 1923. Esa vez los verdugos no fueron los “Jóvenes turcos”, sino los nacionalistas.

Se estima que un porcentaje importante de la población armenia pudo escapar hacia Europa y América. La colectividad armenia se desparramó por el mundo y sobrevivió como pudo a las duras condiciones del exilio. Se trataba de hombres y mujeres abnegados y con una notable capacidad de trabajo, lo que les permitió adaptarse a las nuevas situaciones e incluso prosperar en las condiciones más adversas.

Si bien durante años el mundo hizo silencio sobre este genocidio, después de la Segunda Guerra Mundial comenzaron a conocerse los datos de la tragedia. Historiadores, cronistas, intelectuales, militaron para que la humanidad supiera que el pueblo armenio había sido víctima de un genocidio. A los testimonios, las memorias y las gestiones diplomáticas se sumaron luego las películas y los documentales.

Hoy, en el mundo académico existe la certeza de que el genocidio efectivamente existió y que los esfuerzos que realizan los diferentes gobiernos turcos para tratar de ocultar lo sucedido resultan cada vez más patéticos, y en términos políticos despiertan serios interrogantes respecto de la vocación democrática de un gobierno y de un Estado que solicita ingresar a la Unión Europea. Es que que de la boca para afuera dicen adherir a los principios democráticos del mundo civilizado, pero no son capaces de asumir un pasado marcado por la sangre.

En la actualidad, en Turquía la más mínima insinuación acerca de la existencia del genocidio, es motivo de detención y cárcel para el atrevido. En su momento fue asesinado el periodista de origen armenio Hrant Dink. El premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, debió apelar a su prestigio intelectual y a su fama internacional para no terminar en la cárcel por haber hablado del tema.

En Estados Unidos la mayoría de los Estados han denunciado el genocidio y en términos parecidos se ha expresado el Congreso, pero la Casa Blanca debe aplicar el más crudo realismo político para mantener las buenas relaciones -incluidas las bases militares- con su principal aliado en la región. Algo parecido ocurre con Israel, que mantiene relaciones cada vez más difíciles con Turquía, pero por razones diplomáticas debe hacer silencio sobre el genocidio, justamente el pueblo que fue víctima del genocidio más brutal del siglo veinte.

En nombre de ese mismo realismo, tal vez no se le deba exigir a la Argentina que haga lo que no pueden hacer Israel y Estados Unidos, pero de todos modos nunca está de más mantener activa la memoria histórica en un tema que compromete valores universales que no pueden quedar sometidos a los intereses circunstanciales de la política.

En Estados Unidos el gobierno calla, pero las universidades, los Estados y los poderes republicanos dicen las cosas por su nombre. En Israel, me consta que en las universidades se estudia el genocidio armenio. En el mundo, 22 naciones lo denuncian. Tengo mis dudas de que todas estas consideraciones hayan sido tenidas en cuenta cuando la presidente y su hija (¿?) se reunieron con Erdogan para hablar de negocios y de cine.