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Desde un texto griego del siglo II a.C.

¿Orígenes mesopotámicos de Occidente?

¿Orígenes mesopotámicos de Occidente?

Judit y Holofernes el general asirio, se vieron sólo una vez, y ese encuentro terminó muy mal para el segundo. Lo que nunca supo ninguno es el nivel de protagonismo que ambos tuvieron en el origen del término Occidente. La decapitación de Holofernes por manos de Judit -episodio producido 500 años a.C y recogido por el Antiguo Testamento- fue motivo de inspiración para grandes artistas como Donatello, Botticelli, Giorgione, Lucas Cranach el Viejo, Tiziano y Goya, entre otros. Nosotros hemos elegido la obra de Michelángelo Merisi “Caravaggio”, de 1599.

Foto: Archivo El Litoral

 
  • César Actis Brú

Introducción

Cuando decimos Occidente, ¿qué estamos diciendo? ¿A qué espacio nos referimos? ¿Cuándo se acuñó el término? ¿Cuándo comenzó a usarse desde una autoubicación geopolítica y cultural? ¿Qué significa hoy Occidente? ¿Fue o es asimilable a Europa?

Al hacernos estas preguntas, el objetivo de la presente indagación fue localizar algún texto antiguo en el cual apareciera el término Occidente como nombre propio y no como una mera e imprecisa referencia cardinal.

Al mismo tiempo, el término debería ser lo suficientemente sugestivo, como para situar el inicio de la utilización del término el cual, según mi determinación, debía estar formulado en un contexto socio-político-cultural anterior al nacimiento de Cristo.

Esta hipótesis surge al considerar que en esa época, Occidente ya es el nombre de la referencia central que geopolíticamente se supone. Así, en el texto de Mateo 2,1 (que suele datarse entre los años 64 y 110 de nuestra era) se menciona a los magos venidos de Oriente (idou magoi apó anatolon), que es otro lugar lejano, difuso, deliberadamente indeterminado, porque quien escribe en ese momento lo hace desde Occidente que es el centro del mundo, aunque no se nombra.

En consecuencia, metodológicamente solamente se incluyeron en la búsqueda textos anteriores al siglo I de la era cristiana. Se recorrieron entonces con especial atención los libros llamados externos por la exegética judía (o apócrifos por la exegética de la Reforma o deuterocanónicos por la exegética católica) es decir: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 de Macabeos, 3 y 4 Esdras y la oración de Manases que se encuentran incorporados a la versión de los LXX o Septuaginta.

Con indisimulable satisfacción fueron localizados, en un mismo libro, dos textos que parecían al fin premiar constancia e insistencia: allí estaban y estuvieron desde el principio.

Los textos

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Judit: 1,7-10: “Entonces, Nabucodonosor, rey de los asirios, envió mensajeros a todos los habitantes de Persia y a todos los que residían en Occidente: a los de Cilicia y Damasco, del Líbano y el Antilíbano y a todos los que vivían en el Litoral, a las poblaciones del Carmelo y Galaad, a la Galilea superior y a la gran llanura de Esdrelón, así como también a todos los que habitaban en la Samaría y sus ciudades; a los del otro lado del Jordán, hasta Jerusalem, Betané, Jelús y Cades y más allá del torrente de Egipto, a Tafné y Ramsés lo mismo que a todo el territorio de Gesén, hasta más arriba de Tanis y Menfis, y a todos los habitantes de Egipto, hasta los confines de Etiopía”.

Judit: 5,4: “(Holofernes, general en jefe del ejército asirio) ¿Por qué ellos solos, a diferencia de todos los habitantes de Occidente, se han negado a venir a mi encuentro?”.

Cuando en esos escritos Nabucodonosor II (+ 562) y su general Holofernes utilizan (a finales del siglo VII a.C.) el término Occidente, estaban acuñando -estimo que sin saberlo- un concepto de manera definitiva que se extendería a lo largo de los siglos con un significado geopolítico y cultural. Y según esa información, lo hicieron desde un lugar central y que no es otro que la Mesopotamia Imperial asiática.

En consecuencia, para ese monarca, Occidente forma parte de la periferia del imperio y se recuesta sobre las costas del Mar Mediterráneo que, como nos dará cuenta la historia, se convertirá mucho después en el lugar central hasta muy entrado el siglo XX, con sus propias periferias.

Los problemas

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Nos detendremos ahora en algunos de los varios problemas que parecen emerger de los textos en cuestión: ¿En qué contexto socio-político-cultural fueron escritos? ¿Qué características ofrecen los textos? ¿Qué tiempo media entre el relato oral y la plasmación escrita? ¿Qué grado de veracidad histórica se le puede asignar al/los dato/s consignados en los escritos? ¿Puede establecerse una relación de equivalencia entre Occidente y Europa?

Los textos que citan a Nabucodonosor nombrando y describiendo a Occidente se encuentran en los capítulos 1 y 5 del libro de Judit (la judía) que fue incorporado en griego a la versión denominada de los Setenta (LXX) o Septuaginta, en territorio palestinense probablemente entre finales del siglo II y principios del I a.C., junto con otros textos que no estaban integrados al corpus de los libros originariamente escritos en hebreo.

La razón de la versión al griego de las Sagradas Escrituras que estaban escritas en hebreo parece que se debió a una doble necesidad: la primera, la del rey Ptolomeo II Filadelfo (285-247 a.C.) quien en el 250 a.C. aproximadamente encomendó la traducción de los libros de la Torah -la Ley- para conocer la legislación por la cual se regían los judíos de su territorio y especialmente los numerosos que habitaban Alejandría; la segunda, siendo los judíos la comunidad más numerosa fuera de la tierra de Israel y no hablando ya hebreo, necesitaban entender los textos y comprender así las raíces mismas de su cultura. La sucesiva traducción de los libros e inclusión de nuevos, según hemos citado con motivo de Judit, continuó hasta mediados del siglo I de la era cristiana.

Como es sabido, la lengua ática griega, unificada bajo Filippos, se denominó en griego koinè y fue llevada a los territorios hasta entonces bajo el poder de los persas, por los macedonios de Alejandro Magno en el siglo IV a.C. e impuesta a su vasto imperio. Aglutinó así diversas culturas en torno al mar Mediterráneo y homogeneizó una dialéctica para permitir la expresión del pensamiento hasta muy entrado el siglo IV de la era cristiana, cuando comenzó a ser sustituida por el latín.

Ahora bien, ¿cuál es el momento de la redacción del texto y cuáles son los valores esenciales de esa la cultura?

Roma se ha hecho cargo en los siglos II y I a.C. de lo que en los textos que nos ocupan llamamos Occidente. Como parece haber sucedido en la mayoría de las civilizaciones, quizá los primeros testimonios sean las anotaciones sagradas, los anales, apologías, registros diplomáticos y legales de los que Roma cuenta con un amplio número.

En la época de la conquista, tanto en la literatura como en la vida romana cotidiana, se manifestó la influencia griega, motivada por el estrecho contacto de Roma con las ciudades helénicas a través de relaciones militares, económicas o diplomáticas. Los saqueos de ciudades como Siracusa y Corinto llevaron el arte griego al tiempo que un buen número de griegos que llegaron a Roma como esclavos o diplomáticos. La élite cultural griega desembarcó en la península Itálica para formar a una amplia generación de hombres y mujeres romanos. Esta helenización se manifiesta con fuerza desde el siglo II a.C., cuando la mayoría de la aristocracia romana hablaba en griego.

¿Qué características ofrece el texto? ¿Qué grado de veracidad histórica se le puede asignar al/los dato/s consignados en el texto?

“Más de una vez Borges dijo de sus propios cuentos, que prefería situarlos en épocas relativamente lejanas, de modo que los detalles fueran difíciles de comprobar y el lector pudiera creerlos más o menos a ciegas, lo cual sigue el propósito de lograr la suspensión de la duda” (1). Quizás el autor de Judit haya pensado de manera análoga.

No existe literalmente el texto en hebreo desde el cual iniciar un itinerario terminológico posible puesto que, como advertíamos anteriormente, la versión de Los Setenta fija directamente en griego lo que parece haber sido un apólogo o cuento probablemente en arameo, con finalidad didáctico-sapiencial, que pudo haberse utilizado de manera oral desde la época del post-exilio.

El término que utilizan los LXX para poner Occidente en boca de Nabucodonosor es düsmai (düsmaion) que literalmente significa puesta (del sol, etc.), occidente, poniente. El prefijo düs (equivalente a nuestro dis, p. ej. dis-conforme) tiene el sentido de difícilmente, malamente, desgraciadamente, no; y mai (de maieuo: parir, partear) tiene el sentido de nacimiento, aparecer. Es decir: la palabra compuesta düsmai significa poniente, un contrario de naciente (que puede traducirse por topoi eu then es decir, territorios desde la aurora o, el que utilizan los Setenta: anatolé que literalmente significa salida (del sol), oriente, levante.

El libro de Judit en concreto

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Como anota Marcelo Dos Santos: “Desgraciadamente, nada sabemos de su autor, excepto que, sin lugar a dudas, era judío y conocía en detalle la historia de su pueblo. Es obviamente un legalista y un patriota, lo cual no nos sorprende, ya que existen muy buenas razones para fechar la composición de la obra hacia fines del siglo II antes de Cristo. Se trata de la época de la revolución de los macabeos, la primera y muy importante revuelta nacionalista judía, por lo que los ideales de unidad, nación, cultura y libertad impregnan todo el libro”.

“Es interesante hacer notar que, si el Libro de Judit fue escrito hacia 120 ó 110 a.C, el cronista bíblico está, entonces, narrando hechos que ocurrieron cuatrocientos cincuenta años antes, poco más o menos como si nosotros escribiéramos una historia acerca de los conquistadores españoles del siglo XV.

“Pero las intenciones del poeta judío no son las de hacer un examen historiográfico de la relación entre los judíos y el imperio caldeo. Como queda dicho, su obra es una narración moral, seguramente concebida para instruir a los niños en la fidelidad a Dios y a la Patria, tratando de desviar la atención del lector de un contexto histórico concreto”.

“El autor de Judit no escribe como historiador, sino como teólogo. Su intención primaria es probar la intervención directa de Dios en el episodio narrado” (2). Agregamos nosotros que quiere mostrar la acción del Dios de Israel en los acontecimientos históricos echando mano de un episodio que no conoce bien.

Continúa Dos Santos:

“En el Libro de Judit todo termina bien, mientras que en la realidad los caldeos conquistaron Jerusalén, destruyeron el Templo y deportaron a sus clases dirigente, lo cual no puede llamarse un final feliz. El tipo de judaísmo que impera en Judit es, sencillamente, hermoso: ritual pero sin demasiada formalidad. Por todos los capítulos, campea una constante búsqueda de la pureza y de la elevación moral que fueron, por otra parte, los ideales de los macabeos de la época en que vivió su autor...” (3).

Como consideración final sobre estos dos puntos parece oportuno decir que quienes verdaderamente parecen haber -si no escrito, pero sí- reescrito las Sagradas Escrituras con fines de cohesión nacional después del exilio babilónico fueron Esdras y Nehemías: un escriba y un jefe político reformador.

¿Qué lapso media entre el relato oral y la plasmación escrita?

El tercero de los comentarios que juzgamos compartibles es tomar nota que entre el Nabucodonosor histórico del siglo VII y VI a.C. y el Nabucodonosor bíblico del siglo II ó I a.C. median unos 500 ó 400 años.

Sería necesario intuir la conexión y correspondencia entre aquellos que oyeron lo que dijo el rey y Holofernes, aquellos que transmitieron lo escuchado, y el escriba que puso por escrito ese dicho como cosa y sucedido.

En cuanto a los datos históricos, varias distorsiones son perceptibles a simple vista en el texto griego: 1º) Nabucodonosor no era asirio sino caldeo babilónico, y su padre había arrasado la Nínive de Asiria reduciéndola a escombros; 2º) la narración marca como una victoria de Israel sobre los caldeos, el acontecimiento del cual es protagonista Judit o “la judía”, cuando en realidad los Caldeos reducen a esclavitud y destierro en Babilonia a los judíos, como anteriormente los asirios habían procedido con los israelitas del norte.

Finalmente, podríamos decir que, la conexión y correspondencia se articulan y constituyen en el siglo IV con Alejandro, llamado el Grande, su imperio y una civilización impulsada por una cultura que, a lo largo de los años construyó paradigmas dinámicos del poder dentro de los cuales fue leída, comprendida e interpretada la realidad en todos sus aspectos, incluso el religioso, por los mismos conquistadores romanos durante varios siglos, de lo cual la versión de Los Setenta es la expresión más completa.

A modo de conclusiones

El vocablo Occidente se acuña en el siglo II antes de Cristo y se basa en un texto escrito en griego koiné glossa en un libro que fue anexado a la traducción que hicieron los denominados Setenta Sabios (los LXX) de las Sagradas Escrituras del judaísmo más específicamente de la Torah (o la Ley).

Que esa versión fue encargada en el siglo III antes de Cristo por el poder político-cultural helenístico detentado desde el último tercio del siglo IV antes de Cristo por los sucesores del conquistador macedonio Alejandro Filípidas.

Que ese poder helenístico se mantuvo compartido ente antíocos y ptolomeos hasta que Roma hegemonizó esa región agregándola a su imperio tomando como centro efectivo el Mare Nostrum o mar mediterráneo hacia finales del siglo II antes de Cristo.

Que en el texto griego, del evangelista Mateo (capítulo 2, versículo 1) que suele datarse hacia fines del siglo I de la era cristiana, Occidente ya se supone el “centro” y “oriente” se menciona como un lugar indefinido en la periferia del imperio romano.

Que a finales del siglo IV después de Cristo el poder político-cultural romano encomendó a San Jerónimo en una “versión oficial” ante la profusión de versiones latinas vulgares - “vulgatas”- de las Sagradas Escrituras con el agregado del Nuevo Testamento que terminó a principios del siglo V.

Que la consolidación de Occidente se produjo inicialmente por el poder político de Roma tomando como base la cultura griega amalgamada por el judeo-cristianismo, y que esa construcción supone los aportes posteriores del Islam, incluso como reinterpretación del judeo-cristianismo y del trasvasamiento de los escritos filosóficos de pensadores griegos, puestos en valor entre los siglos XI y XIII.

Que Occidente compuso una “cultura occidental” que supone principios éticos emergentes tanto del judeo-cristianismo como del Islam, en los cuales la relación “divinidad/humanidad” o “Dios/hombre” implica códigos de convivencia y relaciones teológicas, antropológicas, psicológicas y ecológicas, no siempre respetados a lo largo de la historia.

Que en sentido ético-religioso (cultural, en definitiva), el siglo XX marca la muerte de Occidente con las atrocidades del nazismo y las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Que en consecuencia, Occidente no se reconstruirá sin los aportes éticos re-significados del judeo-cristianismo y del Islam, en una cultura que retome los elementos básicos greco-latinos.

(1) Martínez, Guillermo. “Borges y la matemática”. Eudeba, Buenos Aires, 2003

(2) Dos Santos, Mercelo. “El II Libro de Judit”. Nueva Literatura Argentina. Bs. As. 2005

(3) Dos Santos. Op. cit.