Arturo Jauretche

Rogelio Alaniz

Arturo Jauretche murió el 25 de mayo de 1974. Tenía 73 años y había sido uno de los protagonistas políticos y culturales más importantes de su tiempo. Es probable que a don Arturo le haya gustado morir un 25 de mayo o, como dijera uno de sus amigos, es muy probable que ese viejo zorro haya elegido morir en esa fecha para escaparle el bulto a los problemas en los que se estaba hundiendo la Argentina, problemas para los que no tenia respuestas, entre otras cosas porque los tiempos habían cambiado y la edad le estaba pesando.

Un año antes, cuando en la plaza las multitudes festejaban la asunción de Cámpora, una foto lo muestra a él en el balcón de una casa particular. Estaba como siempre: entero, bien plantado, con esa cara de guapo bueno que lo distinguía, vestido de riguroso traje -como correspondía a un criollo de entonces- luciendo con orgullo en la solapa del traje su cintillo rojo y federal.

No dejaba de llamar la atención que un protagonista decisivo de la resistencia peronista no hubiera sido invitado al acto que formalizaba el regreso al poder de la fuerza política por la que él había luchado más que nadie en tiempos duros y difíciles, cuando muchos de los que ahora lucían alegres sus remeras de la “jotape” o cantaban “la marchita” con un tono que no disimulaba su reciente descubrimiento, no habían nacido o andaban de pantalones cortos.

La historia y la política a veces son injustas o desagradecidas. El peronismo regresaba al poder y Jauretche no estaba invitado a la fiesta cuando, sin exageraciones, podría decirse que él no sólo podría haberle dado lecciones políticas a los que recién terminaban de descubrir al peronismo, sino recordarle unas cuantas verdades al caballero que asumía la presidencia de la Nación sin haber exhibido otra virtud que su absoluta mediocridad y su persistente obsecuencia.

Se dice que Jauretche vivió con resignación y hasta con indiferencia ese nuevo desplante. Como su rival histórico, Sarmiento, él sabía que era “ don Yo” y que estaba por encima de las pequeñas miserias de la política. El hombre tenía la grandeza y la calle necesarias como para no dejarse agraviar por las pequeñas mezquindades de los hombres.

Jauretche no necesitaba de una invitación a una fiesta para saber de qué lado había que estar. Tampoco lo deben de haber sorprendido las ingratitudes. Lo que le pasaba ese 25 de mayo de 1973 no era diferente a lo que le había ocurrido en 1946 cuando él y los principales colaboradores de FORJA, de alguna manera habían sido desterrados de la provincia de Buenos Aires. O cuando, por ser leal a su manera de entender la función pública, se había visto obligado a renunciar a la gerencia del Banco de Provincia de Buenos Aires. O como cuando Perón lo dejó en la palmera en las elecciones a senador de 1961.

Con orgullo Arturo Jauretche podría decir que estuvo siempre con el peronismo, y luego agregar que estuvo con el peronismo en la hora de la derrota, de las proscripciones y las persecuciones; y que se alejó o lo alejaron a la hora del triunfo y la algarabía. Tal vez no haya sido casualidad. El hombre era de una sola pieza. No era servil, ni obsecuente, ni chupamedias en un espacio político en el que a menudo esas eran las virtudes exigidas.

A mi lo que me sucede con Jauretche es algo raro. Nunca estuve de acuerdo con él, y sin embargo el personaje siempre me resultó agradable. Lo conocí a principios de los años setenta en la Facultad de Derecho. Había sido invitado por la Universidad Nacional del Litoral. Ese mismo día, el Centro de Estudiantes sacó un comunicado en su contra acusándolo de prestarse a participar de una invitación hecha por un rector de la dictadura.

Entre los firmantes de ese comunicado estaba yo. Decir que me arrepiento de haberlo hecho ahora no tiene demasiada importancia. Eramos jóvenes, éramos antiperonistas y recurrimos a esa excusa no para criticarlo a él sino para hacer rabiar a los peronistas que lo seguían. Zonceras de universitarios reformistas, hubiera dicho él. Lo criticamos, pero esa anoche fuimos a verlo. Y no me arrepiento de haberlo hecho.

Un amigo de Integralismo, el negro Avalos, me lo presentó de pasada. Apenas un apretón de manos. Era un lindo viejo. Esa noche habló de Perón y el peronismo. Hablaba como un criollo viejo: pausado, algo sentencioso, pícaro, insinuante. Cuando concluyó la conferencia llegaron las preguntas. Un dirigente de Tacuara -organización nacionalista de extrema derecha- le preguntó si en el siglo XIX podría ubicar a una figura histórica de la dimensión de Perón, a un caudillo que hubiera defendido la soberanía nacional. Hubo un silencio denso y enseguida se escuchó la voz de Jauretche: Para mi, el hombre que en el siglo XIX más se pareció a Perón fue Justo José de Urquiza. Haber dicho eso fue como haber arrojado un balde de agua fría sobre unas brasas calientes. El Tacuara se quedó sin libreto, muchos de los peronistas que estaban allí pensando que nombraría a Juan Manuel de Rosas, no sabían si reirse, aplaudir o mirar para otro lado. Y yo encontré un motivo más para reprocharme haber firmado ese comunicado del Centro de Estudiantes. Esa noche aplaudí a ese viejo que me hacía acordar, con sus modales y su estampa, a los radicales yrigoyenistas amigos de mi abuelo. Algo parecido fue lo que dijo después, según me comentaron los amigos con los que fue a cenar: Estos nacionalistas a la violeta se olvidan de que yo vengo de otro lado, que vengo del yrigoyenismo.

Decía que es extraño lo que me pasa con Jauretche. Nunca he compartido sus puntos de vista pero he disfrutado de todos sus libros. Incluso de sus poemas, particularmente el dedicado a la revolución de Paso de los Libres, hermoso y vibrante poema prologado por un Jorge Luis Borges que luego seguramente debe haberse arrepentido de escribir esas palabras.

Yo creo que lo que fascina de Jauretche es su estilo literario, la calidad de su prosa, su humor irreverente, sus estocadas punzantes y alegres. Siempre he dicho que una persona escribe bien no porque sepa colocar el sujeto en sintonía con el predicado o no cometer errores de concordancia u ortografía, sino porque dispone de una singular capacidad para captar la realidad.

Escribir bien no es un adorno, un atuendo que viste correctamente, escribir bien es saber ver lo que otros no ven, escuchar y olfatear lo que otros no olfatean ni escuchan; escribir bien es descubrir lo real, revelarlo con sus propios tonos y colores y, además, revelarlo desde una singular y exclusiva concepción del mundo. Esa cualidad, ese talento, ese don es el que está presente en la obra de Jauretche. Esa concepción del mundo sin duda que es política. Jauretche pensaba como un político, pero bueno es saber en este caso que escriben bien aquellos hombres que siempre están dispuestos a ir mas allá de la política.

El lenguaje de Jauretche es travieso, juguetón, pendenciero, con un cierto tono compadrito. Se puede discrepar con sus ideas, pero no queda otra alternativa que disfrutar de su ingenio y, en más de un caso, compartir aquello que pertenece a lo cotidiano y es, por lo tanto, de todos. A quienes no somos peronistas, Jauretche nos enseña a pensar en contra de nosotros mismos. Cuestiona e impugna algunas de nuestras certezas, nos demuestra que hay otra manera de mirar a la sociedad y la nación y que esa manera también puede ser interesante, ingeniosa y hasta verdadera.

Uno lo lee a Jauretche y no sólo lo disfruta sino que, además, no le queda otra alternativa que admitir que ese hombre cree en lo que dice. Y eso se nota, es algo que se transmite y es algo que conmueve. Lo que dijera Borges de Sarmiento, también se hace extensivo a él: “Se lo puede imitar, corregir, pero nadie puede escribir como él”. Esa verdad la debería haber tenido en cuenta Aníbal Fernández. Se puede publicar un libro, incluso copiarle el título a otro, pero eso no alcanza para escribir bien. Al respecto, la actitud de Fernández me recuerda a la de ese “tilingo” que quería escribir cono Edgar Alan Poe o Dylan Thomas y entonces no se le ocurrió nada mejor que empezar a tomar whisky.

La prosa de Jauretche, su talento narrativo, le pertenece por derecho propio y todo intento de plagio siempre corre el riesgo del ridículo. Aníbal Fernández -que no es Jauretche, que no sabe escribir como Jauretche, que carece de la historia y la grandeza de Jauretche. El Jefe de Gabinete debería haber tenido en cuenta -aunque más no sea en nombre de la “calle” que dice que tiene- esta verdad elemental, una verdad que para existir no necesita de los cargos públicos del poder, del mismo modo que para cantar como Gardel no alcanza con ponerse un traje marrón y peinarse a la gomina.

Uno lo lee a Jauretche y no sólo lo disfruta sino que, además, no le queda otra alternativa que admitir que ese hombre cree en lo que dice. Y eso se nota, se transmite y es algo que conmueve.

El lenguaje de Jauretche es travieso, juguetón, pendenciero, con un cierto tono compadrito. Se puede discrepar con sus ideas, pero no queda otra alternativa que disfrutar de su ingenio...