Preludio de tango

El tango y los caballos

Manuel Adet

El 15 de junio de 1925 fue una noche de gala en “El Bataclán”, el célebre teatro de revistas de calle 25 de Mayo que forjó la imagen mítica de la bataclana. Precisamente, esa noche se presentaba en escena la obra “En la raya lo esperamos”, de Luis Bayón Herrera, musicalizada por Modesto Papávero y con la presencia estelar de Tita Merello. La obra ficcionalizaba una carrera de caballos, con la novedad de que los jockeys eran las chicas vestidas con polleritas cortas y chaquetillas de colores y los caballos unos simples bastones.

Nada del otro mundo en un teatro que convocaba multitudes decididas a apreciar las dotes sensuales de sus estrellas favoritas. Lo sorprendente, en este caso, es que esa tarde Papávero, que en su vida había pisado un hipódromo, fue a Palermo para presenciar una carrera de caballos y encontrar alguna posible inspiración para la obra. El azar o tal vez alguna recomendación, lo acercó al stud de Francisco Maschio y allí le aconsejaron que apostara al jockey Irineo Leguisamo, a quien sólo conocía de nombre. Se dice que Papávero jugó esa siesta seis boletos y se instaló en la popular para presenciar la carrera. Fue allí que vio cortar las cintas y cómo los pingos salían como saetas. Allí vio que el jockey a quien había apostado había quedado atrás y, para su asombro, registró cómo iba ganando posiciones, cómo al doblar el codo se acomodaba para entrar en acción y, en ese momento, comenzó a sentir los gritos de la tribuna: “Leguisamo solo”, un grito que unía a los cajetillas de la oficial con los reos de la popular, como si por un instante mágico las diferencias de clases se hubieran suspendido.

La carrera la ganó Leguisamo, pero no sabemos si Papávero cobró la apuesta porque según sus propias confidencias en ese momento estaba más entretenido en escribir la letra del tango que se le acababa de ocurrir que en ganar dinero. Cuando esa tarde llegó al teatro la letra ya estaba calentita, como recién salida del horno. Tita Merello la aprendió en dos patadas y a la noche la cantó por primera vez en público. Nunca en “El Bataclán” hubo una ovación tan estruendosa. Esa noche, tres veces Tita tuvo que cantar el tango y las últimas dos, el público la acompañaba en el estribillo de pie.

Fue una sensación. La novedad fue registrada al otro día por los columnistas de espectáculos de los diarios. “Leguisamo solo” era el gran tango de la temporada. Carlos Gardel estaba en Europa y, apenas se enteró de que se había escrito un tango en homenaje a su gran amigo, pidió urgente la letra. No era la primera vez que Gardel le cantaba un tango a lo que era su pasión y su vicio: los caballos. Ya en 1917 había interpretado “El moro” y “Pangaré” con Razzano, pero los entendidos aseguran que nunca Gardel cantó un tango con tanta emotividad, al punto que en algún momento se dejó llevar por la pasión y eso se nota cuando exclama “Leguisamo viejo y peludo nomás...”. O con el sugerente y sobrador “Leguisamo al trotecito...”.

Gardel graba este tango en Barcelona el 17 de octubre de 1925 y dos años después en Buenos Aires. No fue el único tango que cantó en homenaje a los caballos, pero fue el que más quiso. Gardel lo había conocido a Leguisamo en el hipódromo de Maronas, en 1920. Era el único que le decía “Mono”, sin que el jockey se molestara por el apodo, aunque, dirá después: “Para cobrarme, yo le decía Romualdo, sabiendo que no le gustaba”.

Se cuenta que una mañana Leguisamo recibió en su casa un enorme paquete con una tarjera de Gardel que decía: “Mono, te mando un postre”. Leguisamo empezó a abrir el paquete y para su sorpresa descubrió que era puro papel y cartón. Sospechando que se trataba de una de las tantas cargadas de su amigo, ya estaba por tirar el resto de los papeles, cuando descubrió, casi de casualidad, un disco que ni siquiera tenía etiqueta. Leguisamo puso el disco en el fonógrafo resignado, esperando una cachada, cuando para su sorpresa escuchó el tango dedicado en su homenaje. Leguisamo, que era un hombre sobrio y parco, no tiene reparo en decir que se le llenaron los ojos de lágrimas por ese distinguido obsequio de su amigo.

Gardel amaba a los caballos y al universo burrero. Tuvo seis caballos que habitualmente los alojaba en el stud de Francisco Maschio, el “viejo Francisco”, que menciona en el último monólogo de “Leguisamo solo”. De todos modos, su caballo preferido, el que adquirió dimensión literaria fue “Lunático”. Curiosamente en homenaje a ese caballo hay un tango compuesto por Guillermo Barbieri y Eugenio Calderón dedicado a Gardel y que nunca se grabó, ni la música ni la letra.

Los músicos de la guardia vieja escribieron memorables composiciones musicales en homenaje a algún sportsman, algún jockey o a algún cuidador. Uno de los más famosos es “La gran muñeca” de Alfredo Bevilacqua, dedicado al jockey Domingo Torterolo. O “Correntino”, de Pedro Maffia, dedicado al “Yacaré” Elías Antúnez. Abundan los tangos en homenaje a los grandes señores del turf: “Marrón glacé” de Eduardo Arolas, está dedicado a Emilio de Alvear; “Espiga de oro” de Juan Maglio a Juárez Celman. El músico Pablo Laise compuso temas como “Viejo pillo”, dedicado al sportsman Enrique Dufour y “Don Santiago”, dedicado al fundador del Hipódromo San Martín, don Santiago Fontanilla. O “Buen Ojo”, de José Luis Visca, dedicado al doctor Benito Villanueva.

Con las composiciones musicales llegaron los poemas, los memorable temas burreros. El mundo del hipódromo, de los stud, de los caballos de carrera, las expectativa de las apuestas, los aprontes y los desencantos por los resultados constituyeron una fuente importante de inspiración tanguera, al punto que un veterano del turf llegó a decir que el tango es el responsable de haber desprestigiado un deporte distinguido, el deporte de los reyes, con su lunfardo y su narración obsesiva acerca de jugadores que perdían el sueldo, la fortuna y el hogar detrás de los caballos de carrera.

Le gustara o no a este caballero, los hipódromos fueron en aquellos años un lugar preferido por la gente. Las veladas domingueras convocaban multitudes, en algunos casos superiores en número a las de las canchas de fútbol. Palermo y, a partir de 1935, San Isidro fueron los grandes estadios donde el tango celebró uno de sus mitos más perdurables. El colorido de las chaquetillas de los jockeys, el sol iluminando la pista, el rumor de las multitudes en las tribunas, el ajetreo de los jugadores en las ventanillas, la estampa de los caballos constituyen un espectáculo inspirado en genuina poesía.

Los tangos relatan las penurias de los jugadores, sus esperanzas, sus hábitos. Es el caso de “Palermo”, “La catedrática”, “Tardecitas estuleras”, muy bien interpretada por Edmundo Rivero, “Preparate pal domingo”, “NP”, un tango de Francisco Loiácono, el apellido real del entrañable Negro Barquina.

Pero los caballos, las apuestas, la pasión de los jugadores dan también lugar a las más inspiradas metáforas del tango. Es el caso del poema de Alfredo Le Pera, “Por una cabeza”, en el que nunca se llega a saber con certeza si el personaje se está quejando por la suerte en el hipódromo o por la suerte en el amor. Es el caso de ese extraordinario tango que pertenece a Francisco García Jiménez, “Lunes” y que Carlos Dante le ha otorgado su sello definitivo. “Un catedrático escarba su bolsillo/ pa ver si un níquel alcanza pa un completo. Ayer qué dulce- la fija del potrillo; hoy qué vinagre- rompiendo los boletos...”.

Al mismo poeta pertenece uno de los grandes tangos burreros, “Bajo Belgrano”, también cantado por Gardel, pero con una muy buena interpretación de Marino, quien entre otras cosas se le animó a los tangos consagrados por Gardel. Había que animársele a “Leguisamo solo”.

Otro tango que no puede estar ausente en la lista es “Canchero”, escrito por Celedonio Flores e interpretado, entre otros, por Gardel y Rivero. O “Pan comido”, de Enrique Dizeo e Ismael Gómez. O “Preparaste pal domingo”, de José Rial y Guillermo Barbieri. Capítulo aparte, merece “Milonga que peina canas”, de Alberto Gómez y ese notable poema que se llama “Uno y uno”, escrito por Lorenzo Juan Traverso.

Alberto Marino, Jorge Vidal, Edmundo Rivero, Alberto Morán, el propio Alberto Echagüe han hecho su aporte a los temas burreros. Particular mención merece Angel Vargas y su tema “El yacaré”, un poema con música de Alfredo Attadía y letra de Mario Emilio Soto -el autor de “Pasional”- en el que le rinde homenaje a ese notable jockey correntino que fue Elías Antúnez. Como en “Leguisamo solo”, el poema narra una carrera donde la muñeca del jockey asegura el triunfo.

Demás está decir que los grandes poemas burreros pertenecen a Gardel por derecho propio, porque le gustaban los burros y porque como dice en la última carta que le escribe unos días antes de su muerte: “Me he gastado una ponchada de mangos en la raza caballar”.

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