La vuelta al mundo

Siria y la naturaleza de las dictaduras

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Seguidores del presidente sirio Bashar Assad demuestran su apoyo en una manifestación frente a un monumento en memoria del ex presidente Hafez Assad. Foto:efe

Rogelio Alaniz

Sería una exageración decir que la dictadura Siria tiene las horas contadas. Las buenas intenciones y el coraje son virtudes indispensables para luchar contra el despotismo, pero muchas veces no alcanzan, sobre todo cuando se trata de luchar contra un régimen a cuyos miembros no les tiembla el pulso en desatar una carnicería para perpetuarse.

Hace cuarenta años que los Assad están en el poder, y desde ese punto de vista no constituyen ninguna novedad en la región donde, salvo el caso de Israel, lo que se impone son las dictaduras teocráticas o laicas. La diferencia del régimen sirio con sus pares es que el sistema de dominación ha sobrevivido a la muerte de su fundador, un dato que demostraría que estamos ante un sistema de dominación lo suficientemente fuerte como para proponerse sobrevivir a cualquier precio.

Los debates acerca de la naturaleza política del régimen sirio han desvelado a los intelectuales. Las sutilezas teóricas sin embargo no excluyen lo obvio: se trata de una dictadura tribal, sostenida por un ejército que hasta el momento ha respondido disciplinadamente a sus mandos. En este caso, la tribu y la familia se articulan armoniosamente. Hafez Assad, el fundador de la dinastía entregó el poder a su hijo Bashar. Basil, el mayor de la familia y el heredero natural al “trono” se mató en un accidente de auto que, para más de un observador, fue sospechoso. Masher, el otro hermano, fue apartado del poder porque hasta sus familiares más íntimos estaban horrorizados por sus desequilibrios emocionales.

Como en los regímenes de poder basados en la familia nada se desaprovecha, hoy Masher es el jefe militar de la Cuarta División Acorazada, la principal responsable de los muertos que ya han superado el millar. Otorgarle a Masher poder de fuego y carta blanca para matar es como dejar a Jack “el destripador” al frente de un liceo de señoritas. De todos modos, es este componente familiar del poder el que autoriza a sus titulares a creer a rajatabla que Siria, más que una nación es un bien de familia y que todo lo que hagan para defender esa propiedad heredada está justificado por Dios y por los hombres. Kadafi no piensa diferente.

Otra particularidad digna de destacarse es que el poder está en manos de un grupo religioso minoritario -los alawitas-, en una región donde la religión no es un detalle o un ornamento retórico. En Siria, la mayoría de sus casi veinte millones de habitantes son sunnitas, pero los Assad se las han ingeniado para corromper a sus clérigos más importantes, motivo por el cual la oposición religiosa está descabezada o carece de liderazgos nacionales.

Los religiosos, políticos e intelectuales que no han podido ser corrompidos están en la cárcel, el exilio o bajo tierra. Los Assad en estos temas no admiten demasiadas variaciones. Como Kadafi, Assad está decidido a morir con las botas puestas o a vender cara su derrota. Si el precio para continuar en el gobierno es la masacre de su pueblo, está dispuesto a pagarlo, y a pagarlo con gusto. Está sinceramente convencido de que el poder le pertenece por razones dinásticas y que las rebeliones que se propagan por las principales ciudades no son más que conspiraciones e intrigas de los extranjeros y, muy en particular de los yanquis y sus aliados sionistas.

Ninguna de estas consideraciones les impide tratar de convencer a Occidente de que ellos constituyen la única garantía para que Siria no caiga en manos del fundamentalismo religioso. Tampoco en estos temas son originales. Algo parecido dijeron Mubarak, Ben Alí y Kadafi, con lo que se demuestra, una vez más, que a la hora de defender el poder todas las dictaduras se parecen, tanto en sus picardías como en su indiferencia por la sangre que derraman.

Respecto del fundamentalismo religioso de signo musulmán, Assad ha demostrado que llegada la hora de tomar decisiones no le tiembla el pulso en reprimir a sus hermanos con una dureza a la que los “perros sionistas” no se atreverían. En 1982 Rifaat Assad -tío del actual presidente- fue el autor de lo que se conoce como “la masacre de Hama”, una carnicería que produjo la muerte de más de treinta mil personas, entre las que incluyeron niños, mujeres y ancianos.

Como para tener una idea de cómo se vive, cómo se evalúa la política en esta región y cómo repercute la información en el mundo, conviene saber que en la guerra de Medio Oriente entre Israel y los países árabes -guerra que ya lleva más de sesenta años- el número de musulmanes muertos supera apenas los cuarenta y cinco mil. Se sabe que no es de buen gusto contar los muertos o medir los litros de sangre derramada, pero convengamos que no deja de ser sintomático que en Medio Oriente las masacres más despiadadas contra los árabes -pienso en la represión ordenada por el rey Hussein de Jordania contra los palestinos- hayan sido cometidas por los monarcas o los dictadores árabes.

Una vez más importa insistir en que la democracia es, además de un régimen político, un sistema de valores que coloca a la vida como el principal valor a proteger. Este principio se podrá cumplir con mayor o menor precisión, pero es un principio fundante difícil de eludir, al punto que no es concebible una democracia con masacres en masa o deportaciones y cárceles a los disidentes.

Ninguno de estos escrúpulos políticos o culturales están presentes en Siria. O en Libia, Arabia Saudita o Yemen. La naturaleza política del régimen promueve que la vida no valga nada. Sobre todo, la vida de los súbditos. En una sociedad jerárquica y despótica, que privilegia el rol del “padre” o el “ rais” como poder absoluto, nadie puede reclamar titularidad de derechos y nadie puede pretender que sus derechos estén en un plano jurídico de igualdad con los del déspota y su familia.

Los epígonos del régimen intentan justificar su poder con los tradicionales lugares comunes a los que han recurrido los déspotas a lo largo de la historia. Se repite siempre la letanía de que el país no está preparado para la democracia, que los enemigos externos son tan feroces que no podemos permitirnos el lujo de un sistema de libertades, que la democracia está reñida con nuestra identidad nacional.

Un rasgo común de los déspotas orientales -y tercermundistas en general- es recurrir a los argumentos nacionalistas: nuestra nación es tan excepcional que no está preparada para la democracia. Sin embargo, ese impedimento “antropológico” nunca les impide mandar a sus hijos a estudiar a las mejores universidades de Europa y adquirir palacios y mansiones o abrir cuentas en Suiza o Frankurt. Digamos que de Occidente todo se puede disfrutar menos sus deberes y exigencias; sobre todo cuando eso deberes y exigencias les reclaman renunciar a algunos de sus privilegios.

Assad no está en contra de la democracia en Siria porque sea inviable, sino porque le pone límite a sus privilegios. Así de sencillo y así de difícil. Una democracia reclama limitar el poder, periodizarlo, asegurar libertades civiles y políticas. Los déspotas no están dispuestos a ninguna de estas consideraciones. No serían tales si las soportaran o las consintieran. Por lo tanto, matar a los disidentes, expulsarlos del país, amontonarlos en las cárceles no es la respuesta imprevisible de una dictadura, sino todo lo contrario. No hay dictadura sin violación de los derechos humanos. La represión puede ser manifiesta o latente. Si el pueblo ha sido sometido, si en su memoria histórica el recuerdo más cercano es algún baño de sangre, el sistema logra cierta estabilidad, es la estabilidad ideal del régimen, la que se confunde con la paz de los cementerios.

Cuando ese orden comienza a ser discutido, la respuesta es la represión. Sus modalidades pueden variar en cada caso, pero lo que nunca se debe perder de vista es que a un dictador que merezca ese nombre no le importa o no lo afecta demasiado gobernar sobre una montaña de cadáveres. Kadafi y Assad lo están demostrando.