La vuelta al mundo

Chile: educación y protesta estudiantil

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Estudiantes marchando en Santiago, Chile. Sostienen que la educación sometida a las reglas del mercado provoca problemas. Foto:efe

Rogelio Alaniz

Se sabe que la derecha nunca se llevó bien con los estudiantes. La derecha chilena, por lo tanto, no tenía por qué ser la excepción. Para todo derechista que se precie de tal, el orden es decisivo y la rebelión juvenil una calamidad social o algo peor. Los estudiantes por su parte -leales a ese principio sartreano de ser una edad y una relación singular con el saber- tampoco han simpatizado con los preceptos disciplinarios y eficientistas de la derecha.

Ni el orden ni la eficiencia a los muchachos les resultan palabras gratas. Su ética es la rebelión y su estética la barricada. La manifestación, el disturbio, la gresca con la policía representa un placer. El placer se multiplica con el riesgo, con el riesgo razonable se entiende: una corrida, dos o tres garrotazos, alguna detención que inmediatamente se transforma en bandera de lucha. Los estudiantes salen a la calle contra los gobiernos democráticos o contra las dictaduras en su momento de retroceso. Con Pinochet no lo hicieron, no porque fueran cobardes, sino porque una cosa es ser rebelde y otra muy diferente es ser suicida.

En el siglo veinte por lo general los estudiantes se entusiasmaron con las causas justas, pero más de una vez el entusiasmo se deslizó hacia opciones totalitarias, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha. En la Alemania de la república del Weimar o en la España previa a la guerra civil, los jóvenes salían a la calle con los símbolos del martillo y la hoz o los símbolos de la svástica o la falange. Cosas que pasan.

Se dice que Perón en el exilio alguna vez le confió a un amigo que de una de las cosas que se arrepentía de su gobierno era el haberse enfrentado a los estudiantes. El viejo general recordaba que ello le significó ganarse la inquina de un sector social con una inusual capacidad de movilización y con una peligrosa disposición a ganar para su causa a los sectores medios, entre otras cosas porque a los padres no les gusta que sus hijos reciban garrotazos de la policía.

En el caso que nos ocupa, los estudiantes le hicieron la vida imposible al peronismo, al punto que muy bien podría decirse que desde 1945 hasta 1955 el estudiantado fue el único sector social que se le opuso consecuentemente y al que nunca el peronismo pudo domesticar. Una de las grandes banderas de lucha del movimiento estudiantil de aquellos años fue la libertad del estudiante comunista Ernesto Mario Bravo, detenido y torturado por la policía peronista.

“Si alguna vez regreso a la Argentina -decía el general guiñando el ojo- les voy a dar la autonomía y el cogobierno para que se queden tranquilos”. Cínico o no, el argumento resultó eficaz. Por lo menos esa es la política a la que han recurrido la mayoría de los gobiernos democráticos: hacer concesiones, negociar con ellos y dejarlos tranquilos en las facultades, estudiando, tomando cerveza en los bares de las inmediaciones y satisfaciendo sus necesidades intelectuales y lúdicas.

Todas estas consideraciones Piñera las desconocía. Formado en la escuela política del pinochetismo supuso que el desorden se resolvía con represión, una fórmula a la cual podía recurrir un dictador como Pinochet, pero resultaba inviable para un gobierno democrático, por más de derecha que sea. Los resultados de esta solución están a la vista: movilizaciones cada vez más masivas, solidaridad de los padres, los profesores y los políticos opositores y, como broche de oro, un paro general de la CUT, provocando la hazaña que ningún discurso de izquierda suele cumplir: que los trabajadores se solidaricen con los estudiantes, dos universos que en tiempos normales circulan por sistemas solares diferentes.

La educación en Chile funciona de acuerdo con los preceptos establecidos en tiempos de Pinochet. Piñera ahora debe hacerse cargo de los platos rotos, pero habría que preguntarse qué hicieron o dejaron de hacer los gobiernos democristianos y socialistas durante todos estos años. Por lo pronto, sabemos que durante los tiempos de Lagos y Bachelet los chicos salieron a la calle, particularmente los que estudian en los colegios secundarios, los célebres y simpáticos “pingüinos”, palabra que no tiene nada que ver con el objeto que designa en la Argentina. Por lo que se sabe, Lagos y Bachelet negociaron, emparcharon y patearon la pelota para adelante. Ahora Piñera debe resolver lo que sus adversarios políticos no supieron o no quisieron hacer.

En Chile funciona un sistema educativo que con muy buena voluntad podría llegar a calificarse de mixto. Según los políticos opositores, Chile es el Estado que menos invierte en educación en el mundo. El otro dudoso honor que dispone este sistema es el de ser el más caro de América latina. Los profesionales que ingresan se inician en su profesión con deudas enormes que deben pagar durante años. “Estudian para pagar sus estudios”, dicen los entendidos. El tema se agrava porque, si le vamos a creer a las estadísticas opositoras, el sesenta por ciento de los egresados no trabaja, motivo por el cual paga la deuda de una profesión que no ejerce.

El criterio dominante de la derecha chilena en educación es que se regule de acuerdo con las leyes del mercado. El propio Piñera en estos días calificó a la educación como un bien de consumo, concepto que provocó tal escándalo que luego sus colaboradores salieron a rectificarlo y decir lo que los políticos dicen en estos casos cuando meten la pata: los periodistas lo sacaron de contexto.

Lo que los estudiantes sostienen es que la educación sometida a las reglas del mercado provoca problemas. En primer lugar, atenta contra el principio de igualdad sostenido por todas las legislaciones del mundo civilizado. Asimismo, una oferta educativa fundada en la categoría de economía de libre mercado desconoce que las personas asisten al mercado en condiciones desiguales. Por otra parte -dicen- hay antecedentes que demuestran que la libre empresa y la iniciativa privada en ninguna parte han demostrado ser superiores a la educación pública en manos del Estado. Finalmente, se señala que la gran dificultad que ofrecen las leyes del mercado en materia educativa es que la calidad de la educación que se brinda es muy difícil de evaluar con categorías estrictamente económicas.

La derecha por su parte dispone de sus propios argumentos para defender el sistema. Por ejemplo, en los últimos exámenes internacionales de PISA -donde la Argentina hizo un papelón- los estudiantes chilenos salieron primeros. Hay más noticias. La población estudiantil en veinte años creció de 200.000 personas a un millón, por lo que no sería justo decir que el sistema discrimina o excluye. Asimismo, se estima que el ochenta por ciento de los estudiantes secundarios ingresan a la universidad, lo cual sería una cifra muy buena en cualquier parte del mundo. Por último, un dato difícil de rebatir: el setenta por ciento de los estudiantes universitarios son hijos de padres que nunca fueron a la universidad.

Los reclamos de los estudiantes son exigentes, pero su argumentación es sólida. La líder estudiantil Camila Vallejo debería darse una vuelta por la Argentina para darle algunas lecciones de inteligencia y sentido común a sus camaradas locales devenidos en una secta lumpen y delirante. En todas las entrevistas los estudiantes matizan sus exigencias, admiten lo que conquistaron y lo que están dispuestos a negociar. En definitiva, son dirigentes responsables y lúcidos, virtudes que en estas tierras pareciera que le han sido negadas a los izquierdistas.

Según Vallejo, el sistema educativo no se debe reformar ni corregir, sino cambiar por uno diametralmente opuesto. Es su opinión. Sin embargo, los principales, líderes de la oposición y los sectores dialoguistas del gobierno hablan de una reforma no de una revolución. Los créditos otorgados a los estudiantes para pagar su carrera deberían bajar la tasa de interés, por ejemplo.

De todos modos, la reforma de un sistema educativo no es tarea sencilla ni un objetivo que se logra de la noche a la mañana. La educación del siglo XXI reclama calidad y exigencia y estas metas son caras. No hay educación gratuita porque en todos los casos el sistema se debe financiar con los aportes de los contribuyentes. La privatización en Chile no ha dado los resultados esperados, pero se me ocurre que en las actuales circunstancias sería un error creer que todo se debe arrojar a la basura.