Crónica política

Los signos de los nuevos tiempos

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Por Rogelio Alaniz

 

No hay antecedentes históricos de una campaña electoral tan opaca. Si alguna comparación fuera posible, habría que remontarse al tiempo de los conservadores, de los llamados gobiernos electores que aseguraban su sucesión sin demasiados conflictos. Después hubo debates y diversas expectativas acerca del resultado final de los comicios. Incluso durante la década del treinta, cuando Lisandro de la Torre fue el opositor de Agustín Justo o Marcelo Torcuato de Alvear intentaba ganarle a Roberto Ortiz. En todos los casos, ni el fraude ni las tramoyas leguleyas lograban quitarle a las elecciones su condición de escenario y debate público de los grandes problemas de la Nación.

En la época del peronismo las elecciones fueron de hacha y tiza. Las de 1946 fueron las más competitivas y, según los propios dirigentes opositores, las más limpias después de quince años fraudulentos. En 1951 Perón le ganó a Balbín por una amplia mayoría de votos, pero el debate público fue intenso y apasionado. Los radicales entonces levantaron tribunas políticas en todo el país y a pesar de las intimidaciones, pudieron votar por un dirigente que los representaba. Algo parecido puede decirse de las elecciones a vicepresidente de 1954 que contó con la brillante participación por parte de la UCR de uno de sus dirigentes más entrañables y respetados: Crisólogo Larralde. Esas elecciones las ganó con comodidad el candidato oficialista, “compañero” Alberto Teissaire, el mismo que luego de la Revolución Libertadora declaró contra Perón con términos que hicieron ruborizar a Rojas y Aramburu.

Después de la Revolución Libertadora, la Constituyente de 1957 despertó grandes expectativas, sobre todo porque el partido considerado mayoritario se había dividido unos meses antes entre UCRI y UCRP. Las elecciones de 1958 y 1963 dieron lugar a grandes polémicas y si bien el peronismo estaba proscripto, su gravitación se medía por los votos en blanco o por el apoyo que algunas de sus facciones internas daban a los diversos candidatos legalizados.

Las elecciones del 11 de marzo de 1973 le dieron el triunfo a Cámpora por un amplio margen, margen que se amplió en los comicios de septiembre de 1973, cuando el peronismo llevó como candidatos a la fórmula Perón- Perón. En todos los casos, las victorias del peronismo no impedían la presencia de una oposición en el marco de un sistema de partidos políticos fuertes y críticos al poder.

Con la recuperación de la democracia el debate electoral se hizo más rico. Las elecciones que llevaron a la presidencia a Alfonsín, Menem, De la Rúa y Kirchner fueron interesantes, más allá de sus resultados o de la calidad de los candidatos ganadores. Algo parecido puede decirse de las elecciones a legisladores y gobernadores.

En todos los casos, el sistema electoral fue competitivo, aunque habría que señalar que ya para la época de Menem empezó a registrarse la irrupción de los llamados candidatos de la farándula en el mundo político. Menem fue el promotor de esa degradación de la política, pero más allá de su responsabilidad, lo cierto es que ya para entonces se notaba que los partidos políticos, tal como los habíamos conocido, perdían centralidad pública y los que se habían constituido como proyectos colectivos se iban degradando en proyectos individuales o de capillas cerradas donde el marketing empezaba a gravitar más que el discurso, la propuesta o la militancia.

El siglo XXI coincide con la crisis de los partidos políticos tal como los conocíamos históricamente. Los partidos no desaparecieron, pero perdieron centralidad, capacidad para articular demandas sociales y convocar a grandes realizaciones. El concepto de “pueblo” fue desplazado por el de “gente”. El cambio fue algo más que una denominación semántica, fue, en primer lugar, una manera diferente de contemplar al protagonista de la democracia.

El pasaje de “pueblo” a “gente” no debe pensarse como una contradicción entre lo colectivo y lo individual. Fue y es algo mucho más complejo, más inquietante. “Gente”, como interpelación política significa el repliegue a lo privado a aquello que temía Tocqueville, sobre lo que había advertido Sarmiento y contrariaba a Weber.

La “gente” es ajena a la épica popular nacida con la Revolución Francesa, a esa gran fuerza transformadora que se conoció con el nombre de “pueblo”. Pero también es ajena al individualismo ilustrado, al ciudadano responsable dueño de sus derechos y deberes y de su propia subjetividad. “Gente”, alude a una experiencia colectiva, pero esa experiencia se distingue por su atomización, su desgarramiento en pequeñas y exclusivas narrativas individuales donde la única ideología que los cohesiona es la del consumo.

El fenómeno es contemporáneo, pero su tendencia a generalizarse es cada vez más evidente. Sobre estos peligros no sólo advertía un hombre de una inquietante lucidez liberal como fue Alexis de Tocqueville, sino también Carlos Marx, uno de los cerebros más poderosos que hayan actuado en la historia moderna. Justamente, para referirse a ese tiempo, Marx escribe “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, uno de sus ensayos más ricos y profundos.

Como un director de teatro Marx monta una singular puesta en escena, constituye actores y evalúa diversos desenlaces. El humor, la sátira, el enojo enriquecen el texto. No es un libro académico en el sentido clásico de la palabra, no pretende ser objetivo o neutral, pero ya quisieran los cientistas sociales de hoy escribir un libro de esa densidad teórica y calidad estilística.

Para lo que nos importa, habría que destacar que en este libro Marx observa cómo la burguesía liberal renuncia a sus ideales iluministas en nombre del confort y la adaptación al sistema de poder dominante. Luis Bonaparte, sobrino del héroe de Marengo, es quien encarna este nuevo tiempo histórico. Marx dedica su rico repertorio de insultos para calificar a este personaje a quien lo más liviano que le dice es tahúr y canalla.

Pero lo que más le importa es establecer la relación entre un dirigente como Bonaparte y el pueblo. Es allí cuando dice que “ni a la mujer ni a la Nación se les perdona el instante de debilidad en la que cedió a la seducción de un aventurero” (cito de memoria). Las referencias con Menem son inevitables, sobre todo cuando observa que la claque que acompaña a Bonaparte celebra sus fiestas con tocino y champagne, un ritual no muy diferente a la pizza y el champagne de Menem. O, por qué no, el de las carteras Vuitton y los zapatos Louboutin de la señora. O los improvisados e insufribles recitales de guitarra de su aventajado candidato a vicepresidente.

Una sociedad consumista pero, sobre todo, una sociedad que ha decido hacer del consumismo una ideología, se desliza aceleradamente hacia su propia decadencia. En ese descenso los partidos políticos pierden consistencia y razón de ser. También pierden actualidad los mensajes políticos clásicos. La farándula desplaza a la política en todas sus versiones. La épica del nuevo tiempo la dicta “Showmatch” y el circo responde al nombre de “Fútbol para todos”. Son los emisarios del éxito, los hechiceros que venden ilusiones a las clases populares y las narcotizan con sus elixires.

Cuando se habla de los procesos de alienación promovidos por los medios de comunicación, habría que hacer algunas precisiones. Hoy no son los diarios, los noticieros o los programas políticos los que cumplen la tarea de opio del pueblo. Un diario hoy se lee por diversos motivos y está estudiado que no es la política el tema que convoca a la mayoría de los lectores.

Lo siento por los muchachos de Carta Abierta, pero los vendedores de ilusiones, los profesionales del desencanto, los que embriagan con sus vulgaridades, no son los editoriales de Morales Solá, Mario Wainfeld, Mariano Grondona, Horacio Verbitsky o Eduardo van der Kooy, leídos por minorías, sino “Bailando por un sueño” y “Fútbol para todos”. No es casualidad que en el velorio de su marido, la señora haya ordenado que no dejaran pasar a los dirigentes de los partidos opositores, pero -eso sí- se fundió en un cálido y generoso abrazo con Maradona y también con Tinelli.

En estas condiciones históricas, a nadie le debería llamar la atención la constitución de un escenario político con un poder oficial transformado en una suerte de “ogro filantrópico” y una oposición deshilachada e impotente. Tampoco a nadie le debería sorprender que temas como la corrupción, la inflación o el saqueo de los recursos públicos interesan a nadie o a muy pocos.

En la Argentina del siglo XXI, no son pocos los que han decidido cerrar los ojos a las miserias de la vida real y las promiscuidades del poder, para disfrutar de un modesto confort como lo hicieron con los militares y la plata dulce, la convertibilidad de Menem y Cavallo o el “modelo” de Néstor y Cristina.

Los partidos no desaparecieron, pero perdieron centralidad, capacidad para articular demandas sociales y convocar a grandes realizaciones. El concepto de “pueblo” fue desplazado por el de “gente”.