Grupo Pasillo Teatro en Loa Pro Arte AGM

Cuando la “Fraternidad” es terrible

Para este sábado y el próximo se anuncia la presentación de la obra de Mariano Moro, que ha cosechado elogiosas críticas especializadas.

Cuando la “Fraternidad” es terrible

La obra fue ganadora del Concurso de Coproducciones 2010 organizado por la Municipalidad de Rosario. Foto: Gentileza producción

 

De la redacción de El Litoral

Para este sábado a las 21.30 y el 29 a la misma hora se anuncia en Loa Espacio Proarte AGM, 25 de Mayo 1867, la presentación del Grupo Pasillo Teatro, de Rosario, con la obra “Fraternidad”, del dramaturgo Mariano Moro, con una elogiada puesta en escena de la joven directora Carla Saccani e interpretada por Carlos Chiappero y Cristian Mengoni. El espectáculo tiene asistencia de dirección de María Belén Ocampo.

En el material de prensa se anticipa que Marta dijo que se iba a matar y colgó. Cuando Lucía entra a salvar a su hermana la encuentra tomando y comiendo como si no pasara nada. Marta destruirá con su verborrea implacable la vida, el pasado y los sentimientos de su hermana. Pero a veces, la palabra desbordada resulta una inofensiva arma de juguete cuando se bate a duelo con las intrigas y secretos de aquellos que viven a su sombra. Esta obra es una feroz ironía de una de las máximas piezas de la literatura literatura nacional como “La vuelta del Martín Fierro” de José Hernández y su estrofa archiconocida: “Los hermanos sean unidos, / pues ésa es la ley primera, / tengan unión verdadera, / en cualquier tiempo que sea, / pues si entre ellos pelean, / los devoran los de ajuera”

Estas hermanas no sólo se han dejado devorar por los de afuera sino que precisamente durante el transcurso de la obra van a hacer un intento desesperado quizás el último- por devorarse entre ellas.

Elogios

El renombrado crítico teatral rosarino Miguel Passarini sostuvo en El Ciudadano que “Todo es de mentira, ellas (ellos) son de mentira; la mentira transita por un texto lleno de saltos al vacío en el que los parlamentos afloran como tijeretazos entre dos hermanas que, frente a frente, destilan un odio venenoso y efervescente que arrastran y mastican desde el mismísimo ADN. El odio, el resentimiento y la traición (vaya temas tratándose de una obra argentina que transcurre en la inmediata post-dictadura) son la materia con la que se construye la estructura dramática de ‘Fraternidad’, quizás no el texto más elogiado del autor marplatense Mariano Moro (seguramente, poco comprendido en términos metafóricos), quien puso la firma a las extraordinarias ‘Quien lo probó lo sabe’ o ‘De hombre a hombre’, entre muchas otras, pero que encuentra en la versión de Pasillo Teatro un sentido polarizador: dos hombres son los que aportan desde su masculinidad el cuerpo y la presencia necesarios para narrar lo monstruoso de Marta y a Lucía, independientemente de que no sea ésta la primera vez que los personajes imaginados por Moro son encarnados por varones”.

En “Fraternidad” -continúa Passarini- se revelan los entretelones de un vínculo que acciona sobre un mecanismo perverso y extremadamente transitado en el teatro: el de la víctima y el victimario, que aquí está encarnado por dos hermanas. Tras una llamada telefónica, Marta amenaza una vez más con un suicidio a Lucía, su hermana menor, que viaja a su casa de Salta. Una vez allí, nada indica que eso pueda pasar. Después, en el medio de una charla que irá de lo gracioso a lo terrible, cada una desarmará vínculos, revolverá rencores, y como en una especie de confesión desesperada, Marta sacará a relucir su costado más reaccionario, xenófobo y homofóbico, mientras que Lucía hará lo posible para sobrevivir frente al espantoso discurso de su hermana.

Quizás la frase de Marta: “Soy cien veces más capaz que voz, pero igual de infeliz”, sintetice el nudo de un vínculo partido desde el comienzo, en el que el resentimiento se revela como el signo más poderoso.

Sucede que en la supuesta “fraternidad” a la que alude el título se esconde, además de la “hermandad”, un orden militar y religioso heredado de un padre nazi, el colegio de monjas (no casualmente, Las Hermanas Piadosas) al que asistieron Marta y Lucía, y una serie de desafortunadas situaciones familiares con hijos y maridos poco deseados o deseados “mal”.

Calidad atípica

La simetría casi especulativa tan propia del melodrama aparece aquí en una escenografía (muy buen trabajo de Cristian Grinolio, Nicolás Cipullo y Cucho Jalil) y una puesta en escena de calidad atípica para el teatro rosarino (los guiños al cine de Almodóvar están omnipresentes), y es precisamente desde esa simetría que la asimetría entre las personalidades de Marta y Lucía se hace más tangible y reveladora, independientemente de los punzantes parlamentos en los que una arremete contra la otra, todo regado por un falso champagne, y acompañado con música especialmente compuesta por Esteban Sesso.

Por un lado, Cristian Mengoni sostiene a Marta desde su “esbeltez”: una mujer que del mismo modo en el que cree emular a una diva de Hollywood de la época dorada (aunque se parezca más a una malvada de culebrón), ahogada entre alcohol, seda y lágrimas falsas, desgrana un rosario de insultos a su aparente “pobre” hermana, personaje que Chiappero manifiesta desde lo corporal y desde estudiadas inflexiones de la voz que le dan a Lucía una coloratura de una teatralidad impactante.

Pero es desde los detalles más pequeños que esta puesta se engrandece: hay una analogía de color que transita los vestuarios y se “estampa” en los supuestos muros del living; hay un juego entre la masculinidad latente y el costado menos femenino de estas dos hermanas que ambas sacan a relucir puertas adentro, pero sobre todo, hay un ritmo entre acción y parlamentos que no decae y que se sostiene más allá de pequeños desajustes.

Es también evidente y plausible un homenaje: en los revolcones de Marta y Lucía (en esa maldad supina de Marta y en la poco convincente bondad extrema de Lucía), aparecen como flashes las imágenes de unos jóvenes Urdapilleta y Tortonese en el inolvidable Parakultural.

El mérito mayor

Pero el mayor mérito de Saccani y su equipo -concluye Passarini- está en haber podido decodificar la impronta de un texto que si bien está intacto, a nivel de puesta se ve enriquecido y revalorizado por el sustento dramático que suponen cientos de guiños tanto para el adentro (el árbol genealógico que se percibe en las fotos de la pared es, al menos, “inquietante”) como para el afuera del teatro rosarino.

Entre otros, un VHS de Matador, de Pedro Almodóvar, y una versión de bolsillo de “El beso de la mujer araña”, de Manuel Puig, tirados como al descuido debajo de una mesa ratona que parece presidir el recoleto living de la casa de Marta, son la prueba más tangible de que en este melodrama barroco, con algo de set de telenovela ochentosa y bizarra, se esconden los perfiles de dos emergentes de un país en llamas que vio cómo la democracia regresaba en el 83, redescubría a Puig como el gran escritor que fue, miraba con asombro al mejor Almodóvar, y comenzaba a entender que el camino de la diversidad era el correcto, algo que este grupo de trabajo intenta y consigue demostrar con su espectáculo, en el que el discurso político se potencia frente a un singular transformismo, y donde los pequeños monstruos que en ciernes son Marta y Lucía están hablando de un país (y de una construcción del pensamiento) que, poco a poco, va quedando atrás.