Dilemas del siglo XXI (III)

El reconocimiento del factor social

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Adenauer, De Gaulle y Churchill, espectros del siglo XX

Rogelio Alaniz

A Raymond Aron se le atribuye haber dicho que el objetivo de la historia es devolverle al pasado la incertidumbre del futuro. Siempre me gustó ese razonamiento: me pareció complejo, revelador y hasta poético. El pasado es tan incierto como el futuro, es la clave del pensamiento de un historiador como Aron. Importa insistir en este concepto, porque los hombres y los pueblos creemos espontáneamente -fieles al romancero español- que el pasado fue mejor que el presente.

¿Es así? No. No lo es. El pasado no es ni mejor ni peor que el presente, es diferente. En todo caso, lo que se le puede aconsejar a los hombres y a los pueblos es que no lo olviden. En la historia y la política se cumple al pie de la letra lo que los boleros y los tangos se han cansado de repetir en diferentes registros: el pasado no regresa, pero tampoco desaparece.

¿Y el futuro? Es imprevisible, pero los hombres tenemos la obligación moral de tratar de hacerlo lo más previsible posible. Podemos permitirnos márgenes amplios de imprevisibilidad con el pasado, pero no debemos aceptar pasivamente que el futuro sea imprevisible, entre otras cosas, porque efectivamente lo es y, por lo tanto, no podemos permitirnos no hacer algo para reducir, aunque más no sea en parte, ese vacío.

Los dirigentes políticos de la primera mitad del siglo veinte no necesitaron hacer especulaciones tan abstractas para plantearse la necesidad de construir un mundo seguro. Todos habían padecido en carne propia los azotes de la inseguridad pero, sobre todo, habían padecido las respuestas totalitarias a esa inseguridad. El fascismo y el comunismo, cada uno en su variante, se propuso planificar y controlar la vida en nombre de la seguridad. Recordemos que a Hitler el pueblo alemán le agradecía haber asegurado el pleno empleo; con Mussolini, los gringos ponderaban que los trenes llegaran a horario y a Stalin se le reconocía haber mantenido a la URSS apartada de la depresión económica de los años treinta.

Todas las dictaduras, incluidas las bananeras en América latina, se autojustificaban en nombre de la seguridad y el orden. En todo eso había mucho de propaganda y manipulación, pero existía una base de verdad. Las guerras mundiales y las crisis económicas y sociales derrumbaron el paradigma liberal. La economía de mercado, el Estado mínimo y las libertades civiles se revelaron impotentes para enfrentar la crisis. Políticos liberales, conservadores y socialdemócratas arribaban por diferentes caminos a la conclusión de que la libertad era importante, “pero no alcanzaba”. Que la economía capitalista era buena, pero necesitaba periódicamente de algunas correcciones para que funcionara. En ese contexto, el principio de Giuseppe Tomasi de Lampedusa - “cambiar algo para que todo siga igual”-, se transformó en una consigna operativa.

De Gaulle, Adenauer, Atlee, Roosevelt, Améndola, Churchill o Willy Brandt, por mencionar a los más conocidos, pusieron manos a la obra. El letrista de la nueva fórmula se llamó John Maynard Keynes. No fue el único, pero fue el más importante y el más talentoso. El desafío consistía en combinar la democracia política y las libertades con la planificación y el Estado de seguridad social.

No fue la especulación teórica la que terminó imponiendo esa fórmula, sino las necesidades históricas. Al concluir la guerra los políticos occidentales estaban espantados por los efectos sociales de la posguerra. Alguna experiencia ya habían vivido después de 1918 y se resistían a atravesar por la misma pesadilla. En la Argentina, sin ir más lejos, Perón era uno de los políticos preocupados por lo que había observado después de 1918 con los obreros en la calle protagonizando la célebre “Semana trágica”.

Fue así como los políticos arribaron a la conclusión de que el capitalismo necesitaba del liberalismo para funcionar y que ambos reclamaban de un Estado fuerte para que brindara la indispensable seguridad social, sin la cual no era posible pensar ninguna estrategia de gobierno. No dejaba de ser paradójico que para salvar al mercado fuera necesario protegerlo, desestimando así la metáfora de la mano invisible. La paradoja incluía que el capitalismo recurría a iniciativas institucionales de carácter socialista, como la planificación y la universalización de los derechos sociales, para salvarse.

Para que estas metas pudieran lograrse, era indispensable la tributación progresiva. Los derechos sociales incluían el derecho a la salud, la educación, la jubilación, la seguridad, la vivienda y la estabilidad en el empleo. Estos derechos se financiaban con impuestos y se suponía que el principio de que debían pagar más los que más tenían, era justo. Los servicios sociales se pensaron como universales, es decir, beneficiaban a todos: a los pobres y a las clases medias. Justamente, el efecto hacia esas clases medias sería beneficioso desde todo punto de vista, ya que los servicios sociales gratuitos permitieron el ahorro y el mejoramiento de la calidad de vida. Conviene insistir en este aspecto: el Estado de bienestar fue durante los célebres “gloriosos treinta años” una fórmula eficaz que aseguró -por ejemplo- a través de la educación gratuita, la movilidad social, permitiendo que los hijos de los trabajadores y de las clases medias pudieran aspirar a ocupar cargos calificados para los que sólo estaban preparados los hijos de los ricos.

No todos los Estados de bienestar se construyeron sobre los mismos principios. Algunos privilegiaron la propiedad pública y otros los derechos sociales. En lo que todos estaban de acuerdo, era que el mercado no alcanzaba para definir objetivos sociales de mediano y largo alcance. Los otros puntos de acuerdo estaban relacionados con la preservación de las libertades y un paradigma cultural que combinaba con sabiduría los preceptos conservadores del orden con las fórmulas innovadoras del cambio.

Las regulaciones internas se correspondían con regulaciones externas. Aunque muchos hoy se resistan a creerlo, instituciones como el FMI, el Banco Mundial o la Organización Internacional del Comercio, fueron diseñados en el marco de aquella estrategia reguladora. Los socialistas, por su parte, se diferenciaban de los comunistas por su vocación democrática, su respeto al Estado de derecho y la seguridad de que debían convivir con el capitalismo y, en ese espacio, encontrar fórmulas políticas y sociales justas. Del liberalismo ortodoxo los diferenciaban los roles asignados al Estado y la certeza de que una sociedad justa era una sociedad donde la riqueza estaba bien distribuida, es decir, donde los ricos no eran tan ricos ni los pobres tan pobres.

A Condorcet se le atribuye haber dicho que “al Tesoro le resultará siempre más barato mejorar la condición de los pobres para que puedan comprar grano, que bajar el precio del grano para ponerlo al alcance de los pobres”. De todos modos, lo que siempre quedó claro es que para que cualquiera de estos modelos pudiera funcionar, era necesario una clase dirigente confiable y una sociedad que ssupiera construir lazos visibles e invisibles de confianza. Si la financiación del Estado de bienestar reclamaba el cobro de impuestos, para que ello fuera posible se imponían tres certezas: que a los impuestos los pagaran todos, que quienes los recaudaran los administraran de manera responsable y que su destino se orientara a pagar deudas pasadas o compromisos futuros.

Esa comunidad de confianza -como les gustaba decir a los conservadores- o esa sociedad de bienestar -como afirmaban ciertos liberales- sólo podía existir en condiciones mínimas de igualdad, condiciones que no estuviesen reñidas con la libertad económica, al punto de que será durante la vigencia de esos Estados de bienestar, cuando los propietarios disfrutarán de ingresos desconocidos hasta entonces. Hoy está probado que la estabilidad social crea sociedades homogéneas y confiables, mientras que la injusticia genera fracturas sociales, resentimientos y recelos por los que, tarde o temprano, una nación pagará precios elevados.

Por lo tanto, el gran legado que dejaron las sociedades de posguerra, el legado que le permitió a un conservador como Harold Mac Millan decirle a la multitud en un discurso, sin ser silbado o abucheado: “Admitan que nunca vivieron tan bien”, fue la instalación de la seguridad, la prosperidad, la movilidad social y la igualdad de oportunidades.

A ese respecto, un intelectual liberal como Ralf Darhendorf planteó a modo de conclusión que “en muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales”.