Ropa que no has de usar...

¿Qué mecanismo interior hace que conservemos hasta la estupidez una remera de diez años y kilos atrás? En el medio nos descartamos de autos, televisores, celulares, parejas, pero la remera sigue allí pasando cada limpieza de ropero. Más corpulenta estará tu hermana.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

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Ya está, ya lo dije: sobreviven en algún cajón o en algún rincón de un armario determinadas prendas -y no se hagan aquí los y las frunciditas, que estimo no ser el único con esta práctica- que vaya a saber por qué razones no tiramos, no regalamos, no dejamos de poseerlas, ya que no más usarlas. Son prendas que nos gustan, por supuesto. Con la ropa, uno tiene un contrato afectivo, que excede el mero hecho utilitario o funcional de andar vestido, ir al trabajo como esperan que luzcamos, llegar a una fiesta “con los deberes hechos”... Con la ropa, con alguna al menos, hay enamoramientos, matrimonios, supongo que también desaveniencias (un jean que te encantó pero que después tiene problemas con el cierre puede generar la misma metáfora que alguien que te gustó pero al que luego le vas encontrando defectos de fabricación, perdonen la crudeza) y ella, la ropa, a veces deja de registrar tus cambios -y queda, ella, desactualizada- u otras veces, ella, la ropa, envejece.

Se abren entonces dos grandes grupos: la ropa que envejece, se gasta, está levemente ajada, pero que igual vos no querés hacer circular; y la ropa que te quedó chica para tu progresión corporal.

Del primer grupo, recuerdo con dolor el momento de desprenderme de una remera a rayas que me gustaba y que debí dejar partir pues su vida útil había terminado. A la ropa que nos gusta, la usamos más veces, la lavamos más veces y se gasta más rápido. Puede que algún familiar te haga notar un día con seca neutralidad -la crueldad es muchas veces una percepción de la deconstrucción, de uno mismo, no del emisor- que el tiempo pasó para esa prenda querida: “¿te vas a poner esa remera?”

Nosotros en el medio, nunca vimos o quisimos ver sus cambios solapados -si tiene solapa-, su declinación, su decoloración progresiva. Cuando ya no podemos usarla a diario “para salir” (ir al trabajo, pasear, reunirse con amigos) esa prenda tiene todavía una sobrevida relativa y es “dejarla para correr, para ir a la peña” y una última etapa, digamos de terapia intensiva antes de la defunción que es el uso “de entrecasa”. Chau: esa prenda ya fue, por más que vos te resistas a sacala por fin del cajón y entregarla a alguien que todavía le dé algún uso, o la troces para transformarla en trapos para limpiar el auto o la mesada. Triste destino final para la prenda que hasta hace poco tiempo usabas tan gallardamante...

La segunda variable conlleva un juicio de valor hacia tu persona: la prenda en cuestión no se gastó, no está deslucida, no está desteñida. En realidad se ve casi nueva. Sucedió en el medio que vos creciste y allí ya no entrás. Me pasa con una remera, que me encanta, de llamativo azul Francia, que me regalaron cuando pesaba setenta y ocho kilos y medio. La remera, hermosa, lamentablemente quedó once kilos y medio atrás. Y bueno, carajo: uno no puede andar esperando o acarreando a todo el mundo. Y vos no te rías porque bien sé que guardás un pantalón de cuero que te quedaba fantástico diez atrás y hoy no trepa la cadera o no tiene posibilidades el cierre de completar su recorrido...

La remera es entonces una especie de postulación de la mala confección progresiva de nuestro cuerpo, porque ella está intacta (y sugiere con pasiva indiferencia que nosotros no) y es como esas fotos que nos muestran como éramos entonces.

Y bien, ya nos entendimos. Hay gente que es naturalmente desprendida y no se aferra a las cosas. Hay gente que es medianamente desprendida y hay gente que no tira o regala ni los pantaloncitos apretados de fines de los 70, porque sí o porque cree o se miente que alguna vez bajará de peso y entrará nuevamente en ellos. Yo no sé en qué categoría está cada uno, pero, ya se los digo, a la remera azul Francia no la regalo por nada del mundo. No hay modo que me des-prenda de ella. Y no me vengan con apretadas.