Rodolfo Ortega Peña y las Tres A

Rogelio Alaniz

El diputado nacional Rodolfo Ortega Peña fue asesinado por las Tres A el 31 de julio de 1974. Fue el primer crimen reconocido por la organización terrorista creada por López Rega. Unas semanas antes habían asesinado al padre Mugica, pero no se hicieron cargo de su muerte. En el caso de Ortega Peña lo hicieron y se jactaron de ello. Esa misma semana, el diario peronista “El Caudillo”, dirigido por Felipe Romeo, festejó la muerte del legislador y hasta se dio el lujo de improvisar un verso en lunfardo que, si la memoria no me falla, decía en su primera estrofa: “Era un punga de mi barrio con más piojos que una urraca, que por cosas de la vida se prendió en la jotape...”, para concluir: “Hoy lo he visto pobre punga, panza arriba en una morgue, con una sola bala en el pecho que le impide el respirar y leí solicitadas en los diarios combativos, con el nombre del otario y un “te vamos a vengar”.

Recuerdo la cita para que se entienda el clima de época. El diario “El Caudillo”, financiado con abundante publicidad oficial, reproducía en la tapa una leyenda sugestiva: “El mejor enemigo es el enemigo muerto”. Nobleza obliga: Montoneros y otras organizaciones armadas cantaban consignas que festejaban la muerte de Mor Roig y Aramburu. Las causas a defender eran diferentes, pero el clima de muerte era el mismo.

Ortega Peña fue un político y un intelectual talentoso que en los últimos años se había destacado por la defensa de los presos políticos y la publicación de libros que reivindicaban a los caudillos federales. Pertenecía a una familia de clase media, acomodada y antiperonista. Él mismo había sido afiliado en su primera juventud al Partido Comunista, y en 1955 había salido a la calle a festejar la caída del régimen. Su peronización se produjo a principios de los años sesenta, en el contexto de la resistencia peronista y la prédica política de John William Cooke.

Desde mediados de esa década, el estudio jurídico Ortega Peña-Duhalde fue algo así como una marca registrada en la defensa de los presos políticos. A la asistencia jurídica, los abogados sumaban la publicación de libros y la polémica en nombre de un peronismo que no tenía temores en definirse de izquierda y, en la jerga de la época, alternativista, es decir, un peronismo que reivindicaba la identidad política del pueblo, pero no estaba dispuesto a someterse a la conducción de Perón.

El nacionalismo popular y el marxismo fueron las claves ideológicas de este intelectual que se definía como gramsciano, sin dejar por ello de reivindicar las banderas más tradicionales del peronismo y, muy en particular, una mirada de la historia nacional que no tenía complejos en identificarse con los discursos más clásicos del revisionismo histórico.

En 1972 Ortega Peña integró la comitiva que viajó en el charter que trajo a Perón de regreso a la Argentina. Su gravitación intelectual y su compromiso con la defensa de los presos políticos permitió que integrase la lista de diputados nacionales del Frejuli. Sin embargo, ingresó a la Cámara de Diputados cuando los legisladores de la Juventud Peronista presentaron su renuncia luego del enfrentamiento que mantuvieron con Perón como consecuencia del asalto del ERP al cuartel militar de Azul.

No dejaba de llamar la atención que el intelectual más izquierdista del peronismo llegara al Congreso como consecuencia de la renuncia de los legisladores de la “juventud maravillosa”. Su desempeño como diputado fue breve y ruidoso. En ese período presentó proyectos y polemizó con los legisladores del Frejuli. Lo hacía desde su banca unipersonal y a contrapelo de las ideas dominantes. Ya en el momento de asumir había llamado la atención al jurar “por la sangre derramada”.

El intelectual “alternativista”, el político crítico de las fantasías de la Juventud Peronista, el militante que nunca se cansó de reivindicar la necesidad de construir proyectos, jamás se integró a una militancia orgánica. A su manera fue un francotirador, un libre pensador que argumentaba con lucidez y desenfado. En su estilo fue siempre un niño bien, un hijo de las clases altas que se daba el gusto de escandalizar con sus desenfados teóricos a su propia clase. Era lo que a él gustaba hacer y se divertía haciéndolo. La derecha lo detestaba y las organizaciones armadas peronistas criticaban su falta de compromiso y se fastidiaban mucho por sus críticas aceradas, irónicas y lúcidas.

Es verdad, Ortega Peña era un señorito de la política, pero un dato lo diferenciaba de otros: se jugaba el cuero y se lo jugaba sin medir demasiado las consecuencias. “La muerte no duele”, les decía a los amigos cuando le insistían que se protejiera, que no se expusiera tanto, que no anduviera por la calle como si viviera en el mejor de los mundos.

La revista “Militancia” fue su arma de combate teórico. Cuando fue clausurada en marzo de 1974, sacaron con Duhalde “De frente”. Era la que estaba saliendo cuando lo mataron. “Militancia” llegó a vender alrededor de cuarenta mil ejemplares, una verdadera hazaña editorial en un tiempo de intensa politización, de tumultuosa militancia deseosa de consumir política y de ejercitar coraje.

El sabía que estaba condenado a muerte. El ex ministro de Justicia, Antonio Benítez, le había informado sobre la existencia de una reunión que había contado con la participación del propio Perón. Allí le habían presentado el llamado “Plan de eliminación del enemigo”. Se trataba de un informe con una filmación donde aparecían los rostros de los candidatos a la muerte. Entre esos rostros estaba el de Ortega Peña. Perón, por supuesto, no dijo una palabra; es decir, con su silencio autorizó a los sicarios para que procedieran.

Un par de meses antes, él mismo había designado al comisario Alberto Villar en el cargo de jefe de la Policía Federal. “Yo no lo necesito, el país lo necesita”, le dijo a su ex custodio, al policía que durante la dictadura militar se había distinguido por reprimir con mano dura. Una semana antes del crimen, el Argentinisches tageblatt, periódico editado en Buenos Aires para la comunidad alemana y dirigido por Juan Alemann, convocaba a actuar contra la guerrilla “amparado en la noche y la niebla” (algo parecido había dicho Hitler en su momento). “Si Firmenich, Quieto y Ortega Peña desaparecieran de la faz de la tierra, ello sería un golpe fortísimo para los terroristas”, decían.

La noche del miércoles 31 de julio, Ortega Peña salió del Congreso acompañado por su esposa, Helena Villagra. Un rato antes, había recibido en su despacho un llamado telefónico de un periodista que dijo ser del Cronista Comercial para preguntarle si era posible concertar una entrevista. Después se supo que la llamada era de sus verdugos. Ortega Peña y su esposa caminaron por Callao hasta Santa Fe y cenaron en el King George. Pasadas las diez de la noche, tomaron un taxi que enfiló en dirección a Carlos Pellegrini. El auto estacionó en Juncal y allí descendió la pareja. Ortega Peña se acercó a la ventanilla del conductor para pagar el importe del viaje, cuando un Fairlane verde estacionó al lado y de allí descendieron tres hombres con el rostro cubierto con medias de mujer. Uno de ello -probablemente Almirón- se puso de rodillas y disparó con una ametralladora. Fueron alrededor de veinticinco tiros que dieron en el blanco. Lo último que Ortega Peña alcanzó a decir fue “¿Qué pasa flaca?”. Helena Villagra fue herida en la boca. En la actualidad está casada con Eduardo Galeano, quien en su momento escribió un hermoso texto recordando esa historia.

El operativo de las Tres A se produjo a dos cuadras de la comisaría 15. Nadie vio ni escuchó nada. El comisario Villar se hizo presente en la seccional casi a media noche. Llegó riéndose como si viniera de una fiesta. Muñiz Barreto, “el montonero de la aristocracia”, como le decían, no pudo con su genio y lo encaró: “No te rías hijo de p. que la próxima boleta sos vos”. La presencia en ese momento de los diputados Pedrini y Lastiri impidió que la situación se agravara. De todos modos, la profecía de Muñiz Barreto se cumplió: unos meses después, Alberto Villar volaba por los aires con su esposa y su lancha. Por su parte, Muñiz Barreto fue secuestrado en 1977 en Escobar y está desaparecido. Se supone que Patti fue el autor de su presunta muerte.

Ortega Peña fue ejecutado por las Tres A un mes después de la muerte de Perón. La banda organizada por López Rega con el consentuimento de Perón andaba suelta por la calle, y ese crimen demostraba que los asesinos estaban dispuestos a practicar el terror sin reparar en investiduras. Las horas que se avecinaban olían a pólvora y muerte. El peronismo en el poder se aniquilaba a si mismo y en el camino aniquilaba a las instituciones.

Rodolfo Ortega Peña y las Tres A