Gobiernos de Derecho, de hecho y de usurpación

Luis Guillermo Blanco

La distribución constitucional de las funciones del poder del Estado en las repúblicas democráticas implica que sea desempeñado por sus tres órganos: los Poderes Ejecutivo (P.E.), Legislativo (P.L.) y Judicial (P.J.), en sus respectivos ámbitos de competencia. Esto es, en definitiva, gobernar, legislar y juzgar. La legitimidad de origen de dichos órganos surge de la propia Constitución, en tanto que la legitimidad democrática del P.J. en razón de su función resulta de la motivación de sus sentencias, la cual es el aspecto clave de su independencia e imparcialidad (El Litoral, 8/10/2011).

Sin embargo, es universalmente sabido que, en todo país, cualquiera de esos órganos puede llegar a desviarse de su cometido funcional, incurriendo en actos arbitrarios e ilegales. Y para ello no es necesario que se trate de un gobierno tradicionalmente llamado “de facto” (de hecho): el que surge como consecuencia de una ruptura del ordenamiento constitucional, tomando el poder por la fuerza mediante una revolución o un golpe de Estado, constituyéndose en fuente única del poder público.

Por nuestra parte, de acuerdo con Daniel E. Herrendorf, preferimos denominar a este último como “gobierno de usurpación”, dado que así tomó el poder: por las armas. Distinguiéndolo de los gobiernos “de iure” (de Derecho, constitucionalmente electo) y “de facto”. Estos últimos tienen una sola característica ontológica: existen al margen de las prescripciones legales. Por ello, un gobierno “de iure” en su origen puede devenir en gobierno “de facto”, si se conduce impunemente contra la ley. Asimismo, un gobierno “de iure” puede cometer actos “de facto”, sin por eso convertirse en un gobierno de ese carácter.

Todo esto, sin perjuicio de recordar que un tirano también puede ser electo de una forma muy “democrática”. Por ejemplo, las elecciones parlamentarias de 1930 convirtieron al Partido Nazi en la segunda fuerza política de Alemania. Vaivenes políticos mediante, en los comicios de 1932, los nazis continuaron siendo la primera fuerza política. Y en 1933, Adolfo Hitler fue nombrado Canciller Imperial por el Presidente Paul von Hindenburg. Y bien pronto transformó a la República de Weimar en el Tercer Reich, que gobernó con un partido único basado en el totalitarismo y la autocrática de la ideología nazi. Lo demás es historia conocida. Siendo sabido que si bien la prudencia es (o debería ser) la “virtud fundamental del jurista y del político” (Juan C. Smith), ocurre que “la tiranía tiene esa ventaja entre muchas otras: puede hacer y justificar lo que le plazca” (Sófocles).

Ello así, ¿cómo un gobierno “de iure” puede cometer actos “de facto”? Veamos: Algún P.E., cuando “legisla” cotidianamente por decreto a su antojo y/o contra la ley. Algún P.L., cuando sanciona una ley “a las apuradas” (v.g., recordemos a la llamada “ley tapón”, en la época del “corralito financiero”), o sin contar con los antecedentes suficientes para efectuar un previo estudio serio de la cuestión de que se trate, y/o sin fundamentación suficiente o carente de ella. Este último temperamento afecta a la ciudadanía, pues no atiende a la finalidad de los principios republicanos de razonabilidad y de publicidad de los actos de gobierno. Y alguna C.S. condescendiente, cuando falla, no por razones de Derecho, sino para avalar a alguna determinada política del gobierno de turno (electo o “autoelecto”), por lo común, de tipo económico.

Aclarando a este respecto, siguiendo a Jorge Vanossi, que una cosa son las convicciones, las creencias, los valores, y otra muy distinta, los fanatismos partidarios, el oportunismo, la intolerancia y la cerrazón del dogmatismo. Creemos que los ejemplos huelgan. Y que “es necesario admitir que ‘justo’ tiene un sentido distinto del de ‘aprobado’” (Bertrand Russell) y, nos permitimos agregar, de “desaprobado”.

¿Hay soluciones a estos atropellos? En el primer caso, los ciudadanos afectados, de haberlos, podrán recurrir a la acción de amparo. En el segundo, la ciudadanía puede impugnarla judicialmente y el P.E., casi siempre, cuenta con el derecho a veto (que no ejercerá cuando se trate de una ley favorable a sus intereses). Y en el tercero, con suerte, pueda llegarse a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y de no concretarse estas alternativas, tal vez podría decirse que estos funcionarios gubernamentales “así queman los laureles que supimos conseguir” (Mario Batistella). Pero esto último puede ser problemático. Pues en marzo de 1963, bajo la presidencia de José María Guido (un gobierno “de facto”, en su origen o por “conversión”), la irradiación de este tango (“Bronca”) fue prohibida. Corriéndose el riesgo de que se intente hacer callar al “anarquista” que así opine.

Pero como nunca fueron de nuestro agrado el popular y timorato “No te metas” y el lamentable eslogan “El silencio es salud”, pregonado por el último desgobierno “nacional” de usurpación (con el cual supo amedrentar subliminalmente a la población: el que habla, “desaparece”), preferimos decir que “a veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia” (Miguel de Unamuno).

Una cosa son las convicciones, las creencias, los valores, y otra muy distinta, los fanatismos partidarios, el oportunismo, la intolerancia y la cerrazón del dogmatismo. Creemos que los ejemplos huelgan.

Un gobierno “de iure” en su origen puede devenir en gobierno “de facto”, si se conduce impunemente contra la ley. Asimismo, un gobierno “de iure” puede comete actos “de facto”, sin por eso convertirse en un gobierno de ese carácter.