El elefante argentino

A veces, el cine permite contar la historia de un país tan sólo contando una historia de vida. Un testimonio que permite traspolar virtudes y defectos de una sociedad en el devenir de la historia y el futuro.

 

Federico Aguer

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En la película “Elefante blanco”, el reconocido actor Ricardo Darín representa a un sacerdote que ejerce su función en la villa 31 de Retiro en Buenos Aires. El nombre de la cinta alude a la mole de un edificio gigante que reina, omnipresente, la vida de más de 30.000 personas, las que a la sombra de este lúgubre símbolo, sobreviven como pueden en medio de la pobreza, la mugre y la delincuencia.

El “elefante” fue edificado con la idea de un hospital público, cuya obra se truncó por decisiones políticas. “Por decisiones políticas también se retomó su obra, la que finalmente fue abandonada”, le cuenta el personaje de Darín a un joven sacerdote francés que llega a sumarse a su tarea cotidiana.

A lo largo de la película, su director, Pablo Trapero, relata la opresión que impera en esa comunidad a través de esa construcción, mudo símbolo de la corrupción, falta de políticas a largo plazo y desinteligencias argentinas.

Durante algo más de dos horas, se describe el ciclópeo esfuerzo de ese cura que “le pone el pecho” a su comunidad, bajo el espejo del legado de Carlos Mugica, referente del movimiento tercermundista que marcó a fuego a toda una generación. Igual que éste, el sacerdote interpretado por Darín y su joven ayudante francés provienen de la clase alta y “se dan el lujo” de ser pobres, abandonando su vida acomodada para involucrarse con la villa de un modo en el que se les va la vida.

Para ellos, la misión pastoral, significa ir más allá de lo meramente institucional. Implica consustanciarse con su comunidad para combatir a ese elefante que les muestra su aspecto más feroz en la vida cotidiana. Por un lado, la falta de oportunidades de los chicos, las drogas, la violencia, la falta de educación, la precariedad. Pero por otro, un aprendizaje que desde lo humano los marcará para siempre, haciéndolos mejores sacerdotes, mejores personas.

202 años después de la revolución que significó liberarse y ser un país independiente, estas historias reflejan una Nación que sigue desentrañando sus propios desafíos.

Aunque los próceres de hoy no están en el pedestal del bronce ni en los libros de historia. Están más cerca del concepto anglosajón del que hablaba Borges, que implica sacrificio en el día a día. Igual que esos curitas de las villas; que nuestras maestras de las escuelas oficiales; que nuestros enfermeros, tamberos o chacareros que hacen la Patria de a poco, sigilosos y constantes. Combatiendo el elefante de nuestra propia impericia social.