El erebo

Por Carlos Catania

Aquí estamos. Hemos atravesado los pantanos y ahora caminamos hacia el sitio donde el Aqueronte recibe las aguas de la Laguna Estigia. Nos encontramos a un paso del Erebo: allí los difuntos “duermen en la muerte” presa de sus tormentos. Gobierna Hades, rey de los infiernos y dios de los muertos. Buen comienzo, pero el Niño ha levantado una ceja. Por fortuna sabe que no soy un intelectual “sentado detrás de su escritorio”. De todas maneras, parece adivinar mis pensamientos. Sabe también que no escribo para cerebros narcotizados y que, como todo el mundo, soy a un tiempo víctima y culpable.

Sin los frenos inhibidores del trato cotidiano (con sus relaciones osificadas y el notorio abatimiento y desconfianza que rige las conductas), la conciencia tiene casi la obligación de considerar este bendito mundo como un infierno. ¿Tautología? Puede ser sin embargo, una gran mayoría sucumbe a una suerte de euforia que intenta imponerse a la infelicidad y a la cobardía. A mi juicio, para decirlo de algún modo, el fundamento necrológico está en directa relación con la dispersión, ya no de la conciencia sino de las “necesidades neuróticas” estimuladas por un sistema edulcorado y perverso, cada vez más abultadas e insignificantes.

Fuegos de artificios, colorinche de falsas estrellas, distracciones ociosas, “entretenimientos” en serie, reiteración de banalidades... Y aún existen sujetos que hablan de libertad. Emociona asistir al velatorio del que nunca aventuró esfuerzo alguno para examinar la existencia, ocupado como estaba en espiar (asistido por una pantalla) desgracias ajenas, juguetes rotos y cantidad variada de representaciones que jamás salieron de su cama (El Niño se encoge de hombros e inclina la cabeza: me está recordando que la cantidad de niños hambrientos y de gente que vive en la miseria, necesita que yo mencione el solipsismo propio de otras clases).

De todas maneras, el asunto es tan viejo que uno puede remontarse a Aristóteles: “Quien se sienta impregnado de la propia estimación preferirá vivir brevemente en el más alto goce, que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año solo por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cumplir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes”.

Una verdad con sabor a moralina: no necesita de escolios.

En un mundo donde en el terreno social habitan grandes ganadores junto a grandes perdedores, es lícito plantear una letanía de interrogantes, sobre todo porque el ser humano sigue viviendo en la incertidumbre. Los dedicados a amontonar dinero prendidos a las columnas de la Abundancia inventan valores firmes. ¿Ignoran que muy cerca habita el Cíclope, antropófago por naturaleza? Tengamos cuidado entonces: ese bicho no diferencia a ricos de pobres aguijoneados por la ambición, que tantos endulzan llamándola “deseo de progreso”, suelen penetrar al igual que cualquiera, en la morada rocosa para ser comidos crudos por el gigante de ojo único. Mientras son deglutidos quizás tengan tiempo de pensar que su vida ha transcurrido en vano. En este momento el Niño aconseja: “No caigas en un humanismo de bolsillo”. Tiene razón. Como estoy dotado de una gran timidez, los ignorantes y presuntuosos me provocan migraña, sobre todo cuando escucho estupideces e inutilidades, pues una suerte de cobardía me impulsa a seguirles el juego, por lo que caigo a menudo en lo mismo que denigro.

No caben dudas: el que primero alaba y luego critica, miente dos veces.

Retorno al Erebo, es decir aquí, a este instante de la Historia que colma la vergüenza de la especie. Se advierten fenómenos que abarcan a todos los que respiramos en el mismo ambiente. En el capítulo anterior aludí al nepotismo en la justicia: señalé al magistrado que convirtió en juez a su amante y otras porquerías por el estilo. Ahora mencionaré lo que se ha dado en llamar “10 estrategias de manipulación mediática”. Aunque bastante conocidas y reiteradas, no está de más recordar algunas por tratarse, en gran medida, de esbirros de la mentira que retumba en las penumbras subterráneas (con musiquita de fondo, naturalmente).

El asunto consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las élites políticas y económicas (textual). Si sumamos los desatinos verbales emitidos diariamente con impostada seriedad en todos los órdenes, desde el deportivo al político pasando por la modalidad de reunir a un grupo de “investigadores” que barajan hipótesis indagatorias en relación a recientes homicidas (lo que sin duda permite a los asesinos acomodar sus estrategias), no nos faltará razón para considerarnos carne de cañón.

Otro eslabón de tan simpática sucesión de agresiones se refiere al empeño de mantener al público en la ignorancia y convertirlo en un ente complaciente con las mediocridad. ¡Todo es tan simpático y entretenido que entran ganas de llorar! El que te dije me replica indignado en relación a un tema en el que ni siquiera ha pensado. Sospecho que ya no se considera tan “libre”.

El Niño interrumpe para recordarme que después de disfrutar de tantos asesinatos ofrecidos por películas donde el malvado, por compensación, es liquidado con estilo sensacional por el bueno (lo que enfervoriza y alegra el ánimo del espectador), últimamente la realidad le ofrece asesinatos en la vereda, en la puerta de casa, en el dormitorio, en cualquier parte, lo que ha provocado, aparte de una morbosa curiosidad, un nuevo tipo de miedo: sentirse continuamente amenazado. No niego una analogía con lo expuesto más arriba. Lo que llamamos inseguridad debe examinarse en sus causas. Las disquisiciones en torno a los afectos son harto conocidas: comercializados, manoseados y expuestos con un repugnante tonito sentimental.

Pero ¿qué hacer con las causas? Teóricamente previsibles, se resisten a su aplicación. La voluntad de cambio, según la clase social empeñada en ella, presenta variantes contradictorias. Y cuando se plantea, el que te dije responde con sarcasmos baratos. Los procedimientos virtuales y trucos digitales, constituyen confortables vehículos de escape; que sólo alientan la ilusión de escapar.

Pese a todo le repito al Niño lo que dije hace unos días: tampoco, frente a estos envilecimientos, es cuestión de convertirse en plañidero profesional. Creo tanto en la alegría como en los lloriqueos de este mundo ultrajado. El Erebo me envuelve, pero avizoro francotiradores en las azoteas. En cuanto a la guarida rocosa del Cíclope, quizás podríamos emular a Odiseo (más conocido como Ulises, fecundo en ardiles), aunque vivamos entre estertores y recelos, siempre es posible cegar al engendro con un palo al rojo vivo.

(Fragmento de “Testamento del Niño”)

El erebo

El infierno, según Luca Signorelli