Problemas, soluciones y Derechos Humanos

Luis Guillermo Blanco

“Si no eres parte de la solución, eres parte del problema” (Les Luthiers). Pero la irónica comicidad de esta frase invita a la reflexión, dado que, como todo chiste tendencioso, alude al carácter dramático de una realidad y permite la expresión de un deseo reprimido, descargando el displacer de manera parcial (Sigmund Freud). Ahora bien, en un plano consciente, es sabido que, además de las realmente complicadas, hay cuestiones problemáticas que son de fácil solución. La cual, las más de las veces, dependerá de la ética y/o de la buena voluntad de los involucrados. Pero también acontecen situaciones problemáticas sencillas en las cuales una de las partes (y en ocasiones, ambas o todas), por motivos de muy diversa índole (algunos espurios, vg., pretender ocultar algún error grosero del cual se es responsable), en lugar de intentar remediarlas, las complican premeditadamente. No siendo así propicios al logro de solución alguna, es claro, en su propio interés (en el ejemplo antes dado: “¡que nadie se entere!”). Problemas que, muchas veces, son originados, fomentados y/o mantenidos por lo que Paul Tabori llamó “la estupidez del burocratismo”. O por los temperamentos políticos de las “mediocracias” de las que hablaba José Ingenieros.

Entonces, aquella persona que pretende obtener una solución, se ve forzada a ser parte del problema. Pues los problemas son para solucionarlos. Salvo que opte por batirse en retirada y llorar amargamente el cruel destino al que se la condenó y que se lo considera insoluble. Obviamente, esto último no es una solución propiamente hablando, sino una fuga y/o una suerte de masoquismo. Y a quién guste victimizarse y conformarse con nada, ¿qué se le puede decir si así ya decidió no ser parte del problema y por tanto renunciar a su solución?

Tal vez recordar que “nadie puede resolver los problemas de alguien cuyo problema es que no quiere tener los problemas resueltos” (Richard Bach). Pero creemos que la mejor respuesta la ha dado el teólogo y filósofo del Derecho, Monseñor Giuseppe Graneris, al decir que ‘Jesús nos ha indicado no resistir al mal; pero también nos ha enseñado a rogar líbranos del mal; y él mismo cuando se encontró frente a ciertos males que contaminaban la vida en Jerusalén o los atrios del Templo, los resistió con maravillosa energía, defendiendo la verdad contra la mentira, protegiendo la inocencia contra la malicia”, “nos ha dejado entender que ciertos males son males también para el cristiano y que por lo tanto tiene el deber de resistirlos”. “Y el Apóstol que sacudía con tanto ardor y tanta firmeza el yugo de la ley hebraica, no rehuía después reclamar a la misma ley, o a la del Imperio Romano, cuando tal apelación era un medio necesario para sustraerse a las persecuciones y garantizarse la libertad de predicar el Verbum Dei. El cristiano, pues, regalará la capa a quién le haya quitado la túnica, pero no abandonará a la inocente víctima indefensa a la prepotencia triunfante; no se dejará arrancar aquellos bienes que son condiciones indispensables para la vida moral y religiosa, medios necesarios para el cumplimiento del propio deber‘.

Aserto que consideramos válido para toda persona, con entera independencia de sus creencias, y para cualquier aspecto relevante de su vida. Pues, a fin de cuenta, estamos aquí ante una cuestión de autorrespeto (no dejarse avasallar), y aún, de tratarse de un problema originado por algún órgano gubernamental, de conciencia social y republicana. Y, ¿qué habrá que discutir? Una discusión sólo tiene sentido si lo es para intentar llegar a una solución y/o a un acuerdo. De lo contrario, es una disputa. Pero, en ocasiones, en defensa de un derecho, de un valor o de algo justo, corresponde argumentar y litigar racionalmente (aún en juicio) contra ese problema (más precisamente, contra quién/es se niegan a arribar a alguna solución, manteniendo vivo al problema). Además, desde la propia subjetividad y por lo común, cada conflicto superado enseña a afrontar (y enfrentar) mejor y con más convicción, prudencia y valentía a futuros problemas. Que nunca faltan.

¿Y si ese conflicto, sea fácil o difícil, atañe a los Derechos Humanos (derechos existenciales básicos en sí mismos)? Ya en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (Francia, 1789) se consideró que “la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Y, siglos después, Albert Einstein aseveró que “la lucha por los derechos humanos es históricamente eterna y jamás podrá hablarse de un triunfo absoluto. Sin embargo, no se debe caer en el desaliento ni abandonar el esfuerzo, porque significaría el naufragio de la sociedad”. Siendo aquí cuando uno, gustosa y fervientemente, ha de ser y debe ser parte del problema, pues en materia de derechos fundamentales, desertar de buscar la solución del caso no implica otra cosa que ser una suerte de cómplice silencioso del autoritarismo y de la arbitrariedad. Máxime en un Estado democrático. Porque “en ausencia de los derechos humanos la democracia no puede existir” (Aharon Barak).