Bombas sobre Buenos Aires

Rogelio Alaniz

“Y por primera vez en la historia llovieron bombas sobre Buenos Aires”. Joseph Page

El 16 de junio de 1955 una flotilla de aviones sobrevoló la Casa Rosada. De pronto las naves se precipitaron en picada y arrojaron dos bombas sobre la Casa Rosada. No fueron las únicas. Los hechos se iniciaron a las 12,40 de ese jueves nublado y desapacible. Las bombas destrozaron el jardín de invierno de la Casa Rosada y demolieron una de sus alas. El objetivo era matarlo a Perón. Se suponía que a esa hora el presidente estaría en la terraza de la Casa Rosada contemplando el vuelo de aviones amigos convocados a volar sobre Plaza de Mayo y la Catedral para desagraviar a San Martín y homenajear al presidente, luego del bochorno sufrido el sábado anterior con la tumultuosa y masiva manifestación de Corpus Christie, cuando por primera y última vez en la historia, librepensadores y católicos, integristas y masones, nacionalistas de misa diaria y socialistas y comunistas devotos de la bandera roja, marcharon tomados del brazo detrás de la sugestiva consigna “Cristo vence”.

Volvamos a ese mediodía del jueves. Las bombas sobre la Casa Rosada fueron la señal para que escuadrillas de aviones rebeldes arrojaran bombas y metralla contra los edificios públicos y la población civil. Minutos después de la una de la tarde, una bomba deshizo un trolebús que avanzaba repleto de gente sobre Paseo Colón. No sobrevivió nadie. Por Avenida de Mayo y Diagonal los aviones pasaban casi a vuelo rasante y desembocaban sobre Plaza de Mayo con su carga de fuego y plomo. Desde el edificio de la Marina, tropas rebeldes intentaron tomar la Casa Rosada, pero fueron repelidos por los Granaderos.

¿Qué se proponían los golpistas? Según Hugo Gambini, matar a Perón. Cumplido ese objetivo, civiles armados intentarían tomar algunas emisoras de radio para lanzar proclamas revolucionarias. (Lo hicieron con Radio Mitre: “Perón ha muerto. La patria es libre. Dios sea loado”). Por su parte, los infantes de Marina avanzarían sobre la Casa Rosada con el objetivo de tomarla. A todo esto, la tercera división del ejército se movilizaría desde Paraná acompañada por un tren vacío manejado por ferroviarios socialistas, mientras que la flota de mar zarparía hacia Buenos Aires para apoyar las operaciones en tierra. En caso de que todo saliera bien, se constituiría una junta integrada por militares con la participación de dirigentes políticos radicales, conservadores y socialistas.

¿Y Perón? Bien, gracias. Había llegado a la Casa Rosada unos minutos después de las siete de la mañana, y alrededor de las nueve se había rfeunido con el embajador norteamericano. A esa altura de la jornada, su ministro Franklin Lucero le informó sobre la conspiración. La decisión fue trasladar al presidente al Ministerio de Guerra. Sobre el estado de ánimo del general, hay opiniones controvertidas. Los peronistas aseguran que nunca perdió la sangre fría; sus enemigos aseguran que estaba descompuesto de miedo. Lo seguro es que en el único momento que se exaltó fue cuando se enteró de que la CGT movilizaba a los trabajadores hacia la plaza de Mayo “para defender a Perón”.

“A este partido lo juego yo solo”, había dicho Perón, el martes en un acto. Según sus epígonos, el ex presidente quería impedir una masacre, aunque sus críticos nunca dejaron de reprocharle que se oponía a la movilización de los obreros porque presentía, con agudo olfato de clase, que si éstos adquirían independencia política nunca más los podría controlar. “Del trabajo a casa y de casa al trabajo”, seguía siendo, por lo tanto, su consigna preferida.

Las refriegas entre leales y rebeldes duraron algo más de tres horas. El balance fue trágico. Y si bien no hay acuerdo acerca del número exacto de muertos, los más moderados admiten que la cifra arañó los 300, con alrededor de 1.500 heridos. Otros han llegado a hablar de seiscientos muertos, pero en cualquier caso se trató de una masacre perpetrada contra la población civil, motivo por el cual no es arbitrario calificar a los hechos como un operativo terrorista, injustificable e imperdonable.

Cuando los golpistas comprobaron que el objetivo de asesinar a Perón había fracasado y cuando advirtieron que el Ejército leal movilizado por el ministro Franklin Lucero ganaba posiciones, optaron por retirarse del campo de batalla y enfilaron sus aviones hacia Uruguay. En una de las últimas naves que se perdían en el horizonte brumoso se dice que iba el dirigente radical Zavala Ortiz.

Como observa el historiador Joseph Page, por primera vez en su historia la ciudad de Buenos Aires fue bombardeada. Lo que en 1806 no se animó a hacer Whitelocke, el atormentado general inglés, un siglo y medio más tarde lo hicieron los golpistas de 1955. Los responsables del operativo fueron oficiales de la Marina, aunque en la conspiración se incluye al general Bengoa y a los dirigentes políticos Américo Ghioldi, Francisco Pérez Leirós, Adolfo Vichi, José Aguirre Cámara y Miguel Angel Zavala Ortiz. El operativo incluyó a empresarios, intelectuales y sacerdotes. En todos los casos, queda claro que la asonada del 16 de junio, ideológicamente estuvo más identificada con el liberalismo conservador, que con el otro feroz contendiente del peronismo en esos días: el nacionalismo clerical. Así y todo, no dejó de ser significativa la presencia de comandos civiles liderados por los nacionalistas Mario Amadeo, Luis Agote y Luis María de Pablo Pardo.

Según las investigaciones posteriores, el golpe de Estado se venía preparando desde febrero de 1955. Todo parecía marchar sobre rieles, salvo que el indispensable apoyo del ejército no terminaba de confirmarse. Tres generales se comprometieron al principio: Pedro Eugenio Aramburu, Fortunato Giavannoni y León Justo Bengoa. En la Marina adhirieron el almirante Samuel Toranzo Calderón y el vicealmirante Benjamín Gargiulo, quien luego se suicidará al enterarse que el golpe de Estado había fracasado.

En efecto, los planes no se cumplieron como estaba previsto. El general Bengoa no pudo movilizar a las tropas del Segundo Cuerpo y los efectivos de la Escuela de Mecánica de la Armada fueron controlados por fuerzas leales. Los aviones salieron de la base de Punta Indio y se reabastecieron en Ezeiza y Morón y durante tres interminables horas hicieron el mayor daño posible; cuando verificaron que Perón estaba vivo y que la mayoría de los jefes militares, incluido el almirante Rojas, se habían declarado leales, optaron por refugiarse en Uruguay.

La masacre de civiles inocentes es una mancha que los simpatizantes de la Revolución Libertadora no han podido lavar. El paso de los años transforma en más criminal e inhumano al operativo. Los argumentos de algunos “libertadores” a favor de lo sucedido, no son serios ni responsables. Decir, por ejemplo, que los muertos eran hombres armados es una mentira, y en algunos casos una canallada. Responsabilizar de lo sucedido al mal tiempo, a la niebla de la mañana, se parece a un chiste de humor negro. De todos modos, lo sucedido, con su sangre derramada, su crueldad gratuita, no deja de ser representativo del odio existente entre los argentinos en aquellos días, un odio profundo, persistente, rencoroso.

¿Ejemplos? Esa misma noche, grupos de civiles identificados con el peronismo quemaron alrededor de doce templos católicos. Perón siempre se esforzó por tomar distancia de esas tropelías, no vaciló incluso en acusar de lo sucedido a los comunistas y a los propios curas, pero ninguna de esas imputaciones alcanzará refutar el hecho incontrastable de que quienes transformaron a las iglesias en teas ardientes, lo hicieron invocando el nombre de Perón y ante la pasividad cómplice de la policía y fuerzas de seguridad. Tiempo después Winston Churchill dirá que “Perón fue el único soldado que ha quemado su bandera y el único católico que ha quemado sus iglesias”.

Como para completar el escenario, ese atormentado jueves de junio llegaba a Buenos Aires una nota firmada por el Papa donde se excomulgaba a Perón como respuesta a la expulsión de los sacerdotes Novoa y Tato. La pelea de Perón con la Iglesia Católica no tenia retorno y su despliegue no dejaba de llamar la atención de políticos e historiadores, porque habían sido esa misma Iglesia y esos mismos dignatarios los que diez años antes se habían constituido en uno de los soportes orgánicos del peronismo.

Al otro día, Perón anunció el cambio de algunos ministros; entre otros, del controvertido Ángel Borlenghi, quien fue reemplazado por el riojano Oscar Albrieu, un político decente y moderado que un mes y medio más tarde deberá soportar desde los balcones de la Casa Rosada una de las arengas más incendiarias que un presidente en ejercicio haya sido capaz de pronunciar en un espacio público. Pero esa es otra historia.

Bombas sobre Buenos Aires

Víctimas del bombardeo yacen alineados en Plaza de Mayo. Foto: Archivo El Litoral