Por don Jorge Reynoso Aldao

Juan José Santander

Buenos Aires

Señores directores: Conocí a Reynoso Aldao, o Reynoso, como se identificaba él, a secas, por teléfono o en una misiva, de pantalones cortos; yo, no él, aunque sí joven, porque esto se remonta a casi sesenta años atrás. Fue en el Club de Regatas. Esa noche, presentaba una obra el grupo de teatro Independiente, que tenía como uno de sus impulsores principales a Carlos Catania. Yo tendría entre diez y doce años no lo recuerdo con exactitud por la misma razón que no recuerdo el nombre del grupo teatral ni de la obra, aunque sí el episodio y sus protagonistas-; estábamos con mi amigo Emilito Castro, todavía un año menor que yo. Deambulábamos por el club y se nos ocurrió entrar; era gratuito para socios. Pérez, uno de los porteros, custodiaba la entrada al gimnasio, donde tendría lugar la representación. Nos dice que no podemos entrar solos, que debemos estar acompañados por mayores. Decepcionados aunque firmes en nuestro propósito, quizá acechando alguna distracción del inflexible Pérez, vemos llegar a Reynoso Aldao, que como crítico teatral de El Litoral venía a asistir el espectáculo. Le vi cara de bueno y lo encaré, pidiéndole que dijera que estábamos con él, lo que hizo, sonriente y, supongo, divertido. Sin éxito, porque Pérez, pidiéndole disculpas, no obstante, no le creyó, y nos echó de ahí con malos modos.

Después de eso, lo crucé en varios sitios, y empezamos a saludarnos. A raíz de un concurso literario estudiantil que gané sea en el Nacional Simón de Iriondo, sea en el Industrial, me animó a que le llevara al diario unas poesías que había escrito, y publicó una Canción de Cuna que no conservo; debe de haber sido en 1961, porque sí recuerdo que tenía 16 años. Y también que me pagaron doscientos pesos, lo que también me animó, como Reynoso, a seguir escribiendo. Hasta ahora. Bastante más adelante, al iniciar mi carrera diplomática, para presentarme en 1970 a los concursos del Instituto del Servicio Exterior, nos exigían tres cartas de presentación. Una se la pedí a mi tío, Silvano Santander, diputado nacional en los años 40 del siglo pasado, que había sido embajador argentino en México durante el gobierno del Dr Arturo Íllia. Otra, al Dr. Leoncio Gianello, que había sido mi profesor de Historia en el Nacional. La tercera se la pedí a Reynoso, quien, con ese humor tan criollo que esgrimía a menudo Borges, me preguntó: “¿Pero vos creés que servirá?”.

Acabo de volver de la India, donde tuve mi último puesto diplomático hasta ahora, porque, como dice el Principito, uno nunca sabe. Y acabo de recibir la noticia de que ha muerto, en el año que nuestra bandera cumple doscientos años, y en vísperas de la fecha de nuestra Independencia, que él habría querido -ahí también como Borges, estimo- que fuera sobre todo una Independencia hacia adentro, hacia esas pampas y bañados que su mirada inteligente, amiga y mansa reflejaba.

Era el último que me quedaba de mis avales. Es como haber cerrado un círculo, que sospecho que es infinito en realidad, porque se inició a la entrada de aquel teatro.